lunes, 23 de enero de 2023

Auf wiedersehen, huevos

"In german we say... ¡auf wiedersehen¡"

Kiara Takanashi


“Es su última oportunidad de arrepentirse. ¿Está seguro de que quiere hacerse la vasectomía?” le dijo el doctor a un Sebastián echado sobre una camilla, semidesnudo de la cintura para abajo, cubierto hasta el pecho con una especie de sábana clínica verde pero con un agujero en la zona de sus genitales. La respuesta de Sebastián fue un pulgar arriba, el doctor le dio  unas indicaciones a las dos enfermeras que lo acompañaban, y en segundos una de ellas empezó a aplicarle una sustancia gelatinosa y fría sobre los testículos y pene estando este último, pudo Sebastián ver de reojo, casi desaparecido, contraído como la cabeza de una tortuga asustada. Echado Sebastián no podía ver bien sus rostros, y aunque así fuera, estaban todos con mascarilla en ese quirófano para cirugías ambulatorias, así que no tenía cómo confirmar que las dos enfermeras se estuvieran riendo del espectáculo ridículo que estaba dando su miembro viril, pero imaginaba que ese era el caso. Sintió ganas de que la situación se volviera un poco más confrontacional, que alguna de ellas le dijera algo como, señalando su entrepierna, “pobre su novia”, para lo cual él creía tener la respuesta perfecta para dejarla callada y completamente derrotada: “no sea ridícula: no tengo novia… Ella me dejó hace dos semanas”. Pero no era momento para preocuparse por el tamaño de su verga. La otra enfermera le puso un aparatito en un dedo, lo estuvo observando por un minuto, y le pasó la voz al doctor quien se acercó a darle un vistazo. Sebastian tuvo la iniciativa: “¿todo bien, doctor?”. El profesional le hizo notar que su pulso estaba por encima de 100, cuando lo normal era que estuviera por debajo de los 90 y le hizo una pregunta, “¿está usted muy nervioso?”, que Sebastian consideró de respuesta obvia: “cómo no voy a estar nervioso, doctor, si está a punto de cortarme los huevos”. “Ya le he dicho”, empezó a decirle el doctor, “que es un procedimiento sin bisturí; sus testículos (hablando con propiedad) van a quedar prácticamente intactos”. “Igual es para poner nervioso a cualquiera” se defendió Sebastián pero el doctor le aclaró que era una verdad a medias, que de los cientos de hombres que les había hecho la vasectomía, ninguno se había puesto tan nervioso como él. El problema estaba en que con ese pulso no podía empezar con el procedimiento así que le recomendó a Sebastián que cerrara los ojos, tomara aire y lo expulsara lentamente, él y las enfermeras lo dejarían solo  por unos minutos, y los tres salieron por una puerta que comunicaba la sala operatoria con una pequeña oficina.

Ya solo y con los ojos cerrados, Sebastián cumplía con los ejercicios de respiración mientras dos sensaciones empezaban a sobresalir sobre otras. Primero estaban sus latidos que de a pocos se hacían más y más sonoros hasta convertirse en su cerebro en algo más propio de un gigantesco bombo que de su corazón. Y lo segundo era el adormecimiento de su entrepierna debido seguramente al gel aquel que ahora quedaba claro su función como anestésico, que como tal era bastante efectivo, tanto que se le ocurrió como una idea loca que hubiera sido bueno ponerle algo de esa sustancia también a su corazón para que se tranquilice y deje de bombear tanta sangre, y para que no le duela tanto por lo de Lorena… Este último pensamiento involuntario lo sorprendió. Quiso regañarse por una idea tan cursi como esa pero no tuvo tiempo porque en ese momento, sobre el lienzo negro que miraban sus ojos cerrados, se empezaron a proyectar, una detrás de otra o superponiéndose entre sí, infinidad de imagenes, sonidos, palabras y otros elementos de la relación de tantos años que había terminado recientemente. No siendo una sensación para nada placentera, hubiera sido suficiente con abrir los ojos para ponerle stop a ese mal momento, pero se decidió por otra solución más arriesgada: tratar de poner orden en ese caos. Al comienzo tuvo éxito descartando con relativa facilidad todo lo que no tuviera que ver con el recuerdo más cercano, el de la conversación final, pero fue cuando se concentró en ese punto que las cosas empezaron a colapsar sumergiéndose en un montón de especulaciones: ¿Habló él lo suficiente? ¿Debió decir más? ¿En vez de haber utilizado tal o cual palabra o frase, Lorena habría cambiado de opinión si él se hubiera expresado de otra manera? Trataba de reconstruir en su mente aquel diálogo en una forma en la que el final hubiera sido feliz, pero eso no resultaba más que en un ejercicio doloroso y frustrante que de nada le servía sin una máquina del tiempo a su disposición. Si no hacía algo rápido sabía que se iba a poner a llorar y en su búsqueda desesperada de una idea que le sirviera de alivio fue curiosamente un arrepentimiento su salvación. “¿Y ahora qué?” le había preguntó él y la respuesta de ella fue “Me voy a Alemania” para luego decirle adiós, y ahora sobre la camilla Sebastián se arrepentía con gracia no haberse acordado en ese momento de una canción jocosa que tal vez hubiera calmado la tensión de habérsela cantado a Lorena, “Auf wiedersehen Darling”, y la empezó a tararear recordando la letra:


Don't say goodbye when you leave me my darling

Because i know you will return.

And if you leave, that is true i’ll feel lonely

So only say to me auf wiedersehen


    Y tarareando, y con los ojos abiertos, lo encontraron el doctor y las enfermeras a su regreso a la sala quienes comprobaron con agrado que su pulso sanguíneo había bajado a 89. Sebastián les explicó que finalmente fue el recuerdo de una canción lo que le tranquilizo y le pidió permiso al doctor para seguir tarareándola durante el procedimiento cosa que se lo aceptaron con la condición de hacerlo en voz muy, muy bajita, para evitar distraer a los profesionales. Seguro se lo dijeron pensando que no tardaría en aburrirse y que dejaría de hacerlo sin imaginarse que incluso manteniendo el tono de la canción él respondería las preguntas que le harían las enfermeras con el afán de ayudarlo a tranquilizarlo con una breve conversación. “¿Cuántos hijos tiene?” le preguntaron y él (cantando) “nin-gu-no”. Ellas: “¿Su esposa lo va a llevar a casa?”, él (cantando): “no-es-toy-ca-sa-do”. Ellas “¿entonces su novia?, él (cantando): “ella-me-de-jó”. Normalmente preguntas como esas le habrían causado mucho dolor a Sebastián pero la confusión que sabía estaba causando era suficiente placebo para disfrutar la situación. El que no lo estaba disfrutando era el doctor quien, dentro lo profesionalmente posible, se apuró un poquito para librarse de una vez por todas de este payaso que actúa como si le hubieran inyectado alguna droga cuando a lo mucho había recibido anestesia local. Un rato después, dejando sus instrumentos de lado, el doctor se acercó a Sebastián y le mostró un algodón que contenía dos porciones diminutas removidas de sus conductos seminales que confirmaban que la operación había terminado (que como tal duró unos 45 minutos) y que había sido un éxito. Entonces Sebastián, delirando por quién sabe qué sustancia química su cerebro estaba produciendo, confundiendo significados, equivalencias y sutilezas de las expresiones “adiós” y “nos vemos luego” en español, inglés y alemán, dijo viendo directamente el algodón y haciéndole un gesto de despedida: “Auf wiedersehen, huevos”. El doctor irritado se apresuró a corregirlo: “nadie le ha cortado sus huev.. testiculos... mejor vístase, nos vemos en unos minutos en la oficina”.

    Así fue la vasectomía de Sebastián, o al menos como él la recuerda y cuenta, y él jura y rejura que todo lo contado, hasta el más mínimo detalle, es verdad, solo que me he enterado que algunas personas escucharon de él la misma historia pero con diferente final. En vez de decir “Auf Wiedersehen, huevos” citó la línea, recordando la escena del tiroteo en el bar de la película Bastardos sin Gloria, “say auf wiedersehen to your nazi balls”, y que el doctor lejos de irritarse lo tomó con mucha gracia porque resultó ser un fanático de las películas de Quentin Tarantino,  y que la única aclaración que hizo por si acaso, antes de mandar a Sebastián que se vista, es que ninguno de los 4 presentes en el quirófano era un nazi.


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jueves, 23 de julio de 2020

Optimus



Ver The Toys That Made Us ha sido una especie de viaje a tiempos no vividos, aunque suene cursi decirlo así. Lo digo porque esta serie documental de Netflix acerca de juguetes clásicos menciona a varios que han sido contemporáneos a mi niñez pero con los que no pude jugar mucho porque ninguno fue de mi propiedad, no quedándome otra que atesorar los breves minutos en los que mis amigos me prestaban algunos de los suyos. No eran artículos baratos y en mi casa la plata era principalmente para las cosas básicas y esenciales, y los juguetes como que no encajaban en esas categorías, mucho menos los que estaban de moda, y ni hablar de originales; los poco que tenía eran de imitación.
Son hasta el momento 12 episodios, una franquicia por episodio, cada uno de 50 minutos, y no podía faltar el dedicado a los Lego, que mucha relación tienen con mis juguetes de imitación. Los que yo tenía se llamaban Playgos y con ese nombre cualquiera pensaría que se trataba de una copia pirata pero en verdad no era así. Entra las cosas que aprendí del episodio de Lego, a parte de provenir de Dinamarca, es que las patentes tienen tiempo de expiración y la suya, de bloques con ranuras y enganches para crear estructuras más grandes, ya expiró hace mucho así que ahora cualquier fabricante puede crear su propia versión. O sea que mis Playgos eran legales, y muy divertidos también, pero definitivamente no eran Lego. Es algo que noté cuando a Héctor, un vecino y amigo de mi niñez, un tío suyo que vivía en los Estados Unidos le envió un par de sets y al momento de hacer la inevitable comparación mis humildes y regordetes bloques palidecían ante los suyos más estilizados. Recuerdo que Héctor me decía que en cualquier momento se iba a mudar con la familia que tenía allá, en Estados Unidos, y que lo primero que iba a ser era enviarme unos Legos. Lamentablemente esa mudanza no sucedió sino hasta que ya pasábamos los 12 años, edad a la que los juguetes ya no llaman la atención. Igual yo sigo esperando ese envío…
Los que sí eran imitación de la mala eran mis muñecos de He-Man, otra de las franquicias que tiene su respectivo episodio, todos estos de estructura convencional, es decir, que se recorre cronológicamente la historia de cada producto, desde sus orígenes hasta su situación actual. Tuve un He-Man y un Squeletor cuyos nombres y colores no coincidían para nada con los de la serie animada y tenía que tener mucho cuidado al jugar con ellos porque algún brazo o pierna se les caía a cada rato y no fuera a pasar que esas partes terminaran por los aires y extraviandose para siempre.
Pero mi verdadera obsesión durante esos años fueron los Transformers, la primera generación. Llegaron a la televisión peruana a finales de los 80, fueron un boom de inmediato, salieron a la venta los juguetes, y todos tenían uno menos yo. Mi amigo Héctor tenía el suyo e incluso Sara, una compañerita del nido, también. Sin estar consciente de ello Sara estaba rompiendo con varios estereotipos, claro que eso tuvo como consecuencia que las otras niñas del nido, hartas de escuchar de Optimus Prime, Megatrón y compañía, no quisieran jugar con ella en los recreos, así que Sara jugaba con nosotros, los varones y nuestros juguetes de acción, y todos felices y contentos, especialmente yo porque ella me gustaba y terminó convirtiéndose en mi primer “crush”. Entonces a estas alturas es obvio que el primer episodio que vi de The Toys…  fue el de Transformers, y mi intención fue ver ese nada más pero me gustó tanto la mezcla de información con humor y el nivel de producción que me animé a ver otros sin seguir el orden numérico sino guiándome de mis preferencias. Y cuando acabé con los juguetes con los que tenía alguna identificación ya no paré hasta ver todos los episodios, incluso aquellos que no me despertaban inicialmente mucho interés y aún así la pasé muy bien aprendiendo sobre, por ejemplo, Hello Kitty y los Power Rangers.
En la actualidad no sé cómo será la relación de los niños con los juguetes teniendo en cuenta el avance de la tecnología. Ya desde la época de mi niñez (finales de los 80, inicio de los 90)  como que rápidamente empezamos a olvidarnos de los juguetes para concentrarnos más en los videojuegos (aparecía el Super Nintendo por aquel entonces), y ahora que existen los celulares, internet y otros medios de entretenimiento, no me quiero imaginar que andarán pidiéndole los niños a sus padres para cumpleaños y navidades. Preocupación que ya adulto y sin hijos no es la mía pero sí la de mi novia quien sabe que sí o sí en alguna celebración importante tiene que regalarme algún Transformer, y tal vez así, poco a poco, llegue a tener una colección digna de mostrar como las que aparecen en los créditos al final de cada episodio de The Toy That Made Us.


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jueves, 16 de mayo de 2019

Trifuerza




Por aquellos días una tía y su hijo de 5 años habían venido a pasar unas semanas a mi casa. Con “mi casa” quiero decir el lugar en el que mi mamá, mis hermanos y yo vivíamos, y con “tía” sólo trato de simplificar las cosas porque en sí era la esposa de un primo de mi mamá y no estoy seguro de la denominación que recibe este tipo de parentesco.
Mi tía tenía un problema en el oído y estaba en tratamiento y la última etapa de éste debía seguirlo aquí en la capital, y claro, teniendo un hijo pequeño lo mejor era traérselo consigo. Hasta acá ningún problema salvo por el hecho de que al niño le gustaba estar pegado a mí, y esto porque cuando yo no estaba encerrado en mi cuarto haciendo algo importante estaba en la sala jugando con mi super nintendo, y todos los colores y sonidos que suelen producir los videojuegos le debían de llamar mucho la atención.
Antes de que me acuses de ogro, quiero que sepas que lo intenté, realmente intenté jugar con él o enseñarle cómo pero es que simplemente era muy pequeño y el nivel de sincronización necesaria entre sus ojos y dedos aún no la tenía, y peor con mis juegos que eran para adolescentes en adelante. Igual el niño nunca se desanimaba.
Era 1998, yo estaba en 4to de secundaria y aunque no recuerdo bien a qué meses me estoy refiriendo debía de ser invierno porque recuerdo un clima frío y una completa ausencia de sol. Además aquel super nintendo que mencioné no era mío en el sentido de que no lo había comprado con mi plata o con la de mi mamá, sino que había sido un regalo de unos primos a modo de deshacerse de algo que no podían llevar a su viaje-mudanza al Japón un año atrás. Junto con la consola me dejaron Super Mario World, Street Fighter 2, International Superstar Soccer y otros juegos de esos estilos, y por aquella modesta librería no pasaría otro nuevo título hasta que, poco antes de la llegada de mi tía, un amigo de colegio me prestó The Legend of Zelda: A Link to the Past.
La única referencia que tenía de ese juego (y de la saga en general) estaba justamente al reverso de la caja de aquella consola: unas cuantas imágenes y una breve reseña (junto con las de otros juegos) que sí, se veían y sonaban más que interesantes pero ya desde entonces, por más que jugar videojuegos era uno de mis hobbies favoritos, no me dejaba llevar por el “hype” por la simple razón de que de nada me servía emocionarme si al final no iba a tener la plata para comprar lo último o lo más solicitado. Por ejemplo, yo vivía feliz y sin problemas con mi “vieja” super nintendo y sin urgencia de más en una época en la que ya era cosa del pasado y la Sony Playstation y la Nintendo 64 eran las actuales consolas de moda (mucho más la primera que la segunda).
Fue en ese contexto que el juego que se convertiría en mi favorito de todos los tiempo llegó a mis manos. Como no soy crítico de videojuegos tratar de enumerar sus virtudes resultaría en una descriptiva lista, tediosa de armar y peor aún de leer. Así que lo resumiré todo en una sola palabra: “aventura”. Nunca antes con un videojuego había sentido la sensación de estar en medio de una aventura. Siempre había tenido el objetivo delante de mí cuando se trataba de vencer a mi oponente o el objetivo estaba al final del tramo de un nivel. Ahora, con A Link to the Past, nada era así de evidente y si quería progresar o saber qué hacer a continuación tenía que estar atento a una historia que era mucho más compleja de lo que estaba acostumbrado, dialogar con otros personajes y, lo mejor y más emocionante, explorar un mundo que por aquel entonces se me hacía inmenso y lleno de innumerables posibilidades. Y sentía todo esto con tan solo haber jugado sus primeras horas. Era obvio que estaba en pleno enamoramiento pero como toda historia de amor que valga la pena las cosas no podían ser así de fáciles; con aquel primito lejano a mi alrededor me era imposible jugar con la fluidez suficiente como para disfrutar el juego a plenitud.
Pero tampoco quería quedar como un quejumbroso así que nada de esto se lo comenté a mi tía o a mi mamá. Se me ocurrió entonces un plan para lidiar con esta situación que pueda que te parezca más una cobarde huida. En mi defensa diré que el plan implicaba dos importantes sacrificios que a mi parecer no tienen nada de cobardes. El primero consistía en sacrificar mis horas de juego en las tardes (horas de juego para cuando estaba libre de cualquier otra actividad), las que pasaba en la sala de mi casa porque ahí estaba uno de los dos televisores que teníamos (el otro estaba en el cuarto de la jefa del hogar, o sea en el cuarto de mi mamá). Y para este sacrificio me quedaba en el colegio más horas de las necesarias, haciendo algo útil o perdiendo el tiempo, el asunto era regresar tarde a casa y visiblemente cansado para que así nadie dudara de la necesidad de encerrarme en mi cuarto a descansar. El segundo sacrificio fueron mis horas de sueño de los fines de semana, porque si no podía jugar de lunes a viernes tenía que ser los sábados y domingos, y a unas horas en las que fuera prácticamente imposible que alguien me pudiera interrumpir: las madrugadas. Me acostaba los viernes y sábados a eso de las 11 de la noche y en circunstancias normales me levantaba al día siguiente a las 11 de la mañana. Ahora tendría que dormir la mitad y lo hice. A las 5 de la mañana estaba despierto y empezaba mis cuidadosos y sigilosos preparativos: salir de la cama, luego de mi cuarto, llegar a la sala y encerrarme en él con las luces apagadas, prender la tv y el super nintendo asegurándome de que el sonido estuviera bien bajo. Listo, a jugar y con la misma cautela regresaba a mi cuarto antes de las 9 de la mañana, hora en la que solían despertar mi tía y su hijo.
El primer fin de semana fue un éxito, pero lo mejor llegaría al siguiente. (Si estás llevando la cuenta de las horas que me está costando terminar A Link to the Past y te parece que es un juego que no requiere tantas, te confieso que, irónicamente, nunca he sido particularmente bueno en videojuegos). Sucedió el sábado. Eran pasadas la 5 y media de la mañana cuando derroté al hechicero Agahnim quien, antes de darse por vencido, con lo poco que le quedaba de energía me envió (a Link, el protagonista, pero soy yo quien lo controlaba, obvio) al Dark World, que no era más que el mismo mundo que había estado recorriendo, solo que el predominante paisaje primaveral que lo caracterizaba era ahora sombrío (“dark”) y sus tonalidades verdes habían sido reemplazadas por marrones como si se tratara de un tenebroso otoño; la música alegre pasaba a ser misteriosa y donde antes había casas ahora quedaban ruinas. Pero lejos de asustarme me fascinaba el rumbo inesperado que estaba tomando la aventura. Fue en ese momento que todo se hizo uno: el videojuego, yo y lo que me rodeaba. Porque por las ventanas, a través de sus cortinas traslúcidas y semiabiertas, los colores típicos de un amanecer de invierno empezaban a inundar la sala, me refiero específicamente a los colores que se dan en ese preciso intervalo en que es indeterminado si todavía es de noche o si ya es de día, donde lo oscuro se torna en una mezcla de azul con gris, mezcla que combinaba a la perfección con este inhóspito Dark World y mis primeros pasos en él. Fue un momento de inmersión total, algo simplemente mágico.
Días después, para cuando devolvía la Master Sword (el arma más sagrada) a su lugar de origen en las profundidades del bosque encantado, mi tía, sana, salva y recuperada, y su hijo ya habían regresado previamente a su ciudad de residencia así que esa escena final del juego la viví una tarde cualquiera de mitad de semana. Y todo volvió a la normalidad... Bueno, no todo: un nuevo fan de “Zelda” había nacido y aunque a estas alturas algunos podrían poner en duda mi condición de fan porque no me he jugado todos los juegos de la saga, yo me siento tranquilo con mi conciencia, y con esa misma tranquilidad de conciencia, pero emocionado por lo que iba a ocurrir, fui un día, hace un par de años, a que me hicieran mi primer y único tatuaje hasta la fecha: una trifuerza (el símbolo por excelencia de esta saga) en mi antebrazo izquierdo.

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domingo, 6 de enero de 2019

Queen y mi adolescencia



Farrokh Bulsara era el verdadero nombre de Freddie Mercury, y justamente “Bulsara” fue por un tiempo el nombre de la banda de rock de la que fui parte durante mi adolescencia. Aunque en la época de aquel nombre más que una banda propiamente dicha éramos solo tres muchachos tratando de reinterpretar lo mejor posible canciones de Queen.
Todo empezó con Héctor quien nada tiene que ver con estos recuerdos salvo por el hecho de que por muchos años fue mi vecino y mejor amigo y que cuando junto con sus padres se mudaron a los Estados Unidos, los que vinieron a ocupar su casa fueron sus dos primos con su familia. De cumpleaños pasados de Héctor ya conocía a sus primos, los hermanos Juan y Jorge, apenas unos años mayores que yo, entonces no pasaría mucho para que luego de la mudanza yo esté de visita en su casa. Así descubrí que la música era el más importante de sus pasatiempos y no solo hablo de escuchar un montón de canciones sino además de que ayudándose mutuamente, compartiendo el único instrumento que tenían, una guitarra de madera, trataban de “sacar” muchas de esas mismas canciones, en especial de una banda de la cual algo había escuchado pero que a través de los hermanos aprendí a amar: Queen. No me aburría para nada verlos practicar por horas y era un placer escuchar lo bien que hacían sonar su guitarra. Eventualmente conseguirían una guitarra y bajo eléctricos pero no alcanzándoles para los parlantes, Juan, que mucho sabía de cables, conexiones y circuitos, desarmó todo material útil que encontró cerca para armar sus propios parlantes con un sonido lo suficientemente aceptable. Ahora resultaba que había 3 instrumentos, dos músicos, y un espectador (o sea yo), hasta que un día los hermanos me propusieron aprender a tocar guitarra y yo acepté sin dudarlo un segundo. Y cosa del destino, poco después me enteraba que un tío mío estaba por deshacerse de una vieja guitarra de madera y a tiempo la rescaté de que acabara en la basura para que luego los hermanos la resucitaran. Imitándolos me compré tanto mi cassette de los “Greates Hits” de Queen (pirata como el de ellos) así como mi cancionero con acordes (los que podías comprar de Queen y otros artistas por un par de soles en cualquier kiosko) y con eso ya tenía todo lo necesario para pasar unas excelentes vacaciones del verano del 96. Para cuando acabaron las vacaciones yo era el bajista del trío, Jorge la primera guitarra, y Juan acompañaba y nos lideraba a la vez con la de madera. Y esa, sin nombre todavía, fue nuestra primera formación.
Con el año escolar en curso no nos quedó otra que ensayar menos pero eso no disminuyó nuestras ganas de hacer o escuchar más música. Varias tardes de ese 96, a la salida del colegio, iba al mercado de mi distrito y recorría muchos de los puestos de cassettes piratas con el único objetivo de encontrar algo que no fuera “Greatest Hits”, el cual ya me lo había escuchado unas 100 veces y aunque lejos estaba de aburrirme quería escuchar más de Queen. Aún no conocía con detalle su discografía así que lo que hacía era pedirle a cada vendedor que me mostrara todo lo que tenían de la banda. No se quién en ese mundo decide qué discos copiar o no pero lo cierto es que lo único que encontraba era el “Greatest Hits”, canciones más, canciones menos (y distintas portadas) pero siempre las mismas que ya había escuchado. Al final tengo mis dudas de quién quedaba más frustrado: yo por no encontrar lo que buscaba, o los vendedores al no concretarse la venta a pesar de todas las molestias; estoy seguro que me habrán gran-puteado en silencio, y con justa razón. Pero cuando luego de clases no estaba haciéndole perder el tiempo a nadie, lo que hacía era simplemente estar de regreso a casa y por lo general con mi amigo Ricardo, las veces que no se quedaba castigado porque él era una de los más palomillas del aula (mientras que yo uno de los más nerds). Supongo que en muchos de esos regresos (seguíamos más o menos la misma ruta) he tenido que haberle hablado a Ricardo tanto de Queen que llegué a lavarle el cerebro: una mañana él llegaría al colegio con un cassette pirata del “Greatest Hits” diciéndome que era lo mejor que había escuchado en su vida. Fue con él que paseando por una zona comercial entramos a una tienda de discos y tuve mi primer contacto con la discografía de Queen pues porque ahí estaban todos sus discos en formato CD, y como ya suponía de antemano, a un precio inalcanzable. Me hubiera quedado memorizando esas portadas y sus nombres sino fuera porque Ricardo haría un descubrimiento igual de genial en la sección de biografías: una revista dedicada exclusivamente a la historia de la banda, y lo mejor, estaba abierta y claro le dimos un buen vistazo a sus más de 100 páginas y montones de fotos en blanco y negro y a color; lo malo era que costaba lo que 2 cds. “Algún día...” pensé resignado sin imaginar que 3 o 4 después Ricardo se aparecía en la puerta de mi casa con la revista en mano como su nueva adquisición, y no digo compra porque tuve y todavía tengo mis dudas: “¿pero cómo...?” le medio pregunté sorprendido. “Acaso importa” me respondió él y la verdad es que dejó de importar cuando en ese mismo instante me dijo que me la podía prestar. Al rato fui a ver a los hermanos y fue como si la navidad nos hubiese llegado de pronto. Esa tarde no ensayamos, nos la pasamos los tres sentados uno al lado del otro, leyendo la revista y admirando las fotos. El papá de los hermanos le sacaría copia en su trabajo y se convertiría en nuestra pequeña biblia.
Eventualmente nuestra colección de a pocos iría creciendo con más material de dudosa procedencia aparte de grabaciones de especiales que de vez en cuando pasaban por radio o tv. Esto no seguiría así por siempre. Llegó el día que los hermanos pudieron comprar “A Night at the Opera”, original porque en pirata no existía, y fue clave para nosotros. Es el disco que incluye “Bohemian Rhapsody” y un par más de canciones típicas de cualquier compilatorio, pero por un rato queríamos olvidarnos de esos hits; teníamos la chance de escuchar al Queen que no se suele escuchar en radio, canciones que nunca antes habíamos oído. Las expectativas eran altísimas y el riesgo de desilusión también: ¿qué tal si Queen era solo una banda de excelentes singles pero nada más? El CD empezó a sonar y sin siquiera acabar la primera canción, “Death On Two Legs”, todos los temores habían sido reemplazados por optimismo: íbamos a escuchar un discazo, y así fue. Al final nos quedó más que confirmado que Queen era una de las más grandes bandas de rock de todos los tiempos y en ese momento nos convertimos en verdaderos fans. Más motivado que nunca, Juan, prestándose plata de donde pudo, se compró un teclado y sin más que sus conocimientos musicales y su buen oído se enseñó a sí mismo a tocar ese instrumento logrando en relativamente poco tiempo tocar muy bien muchas de las tonadas en piano que se escuchaban en las canciones de Queen.
Juan, más líder que nunca, se convirtió en nuestro tecladista (sin abandonar del todo la guitarra de madera). Lo malo es que ninguno de nosotros cantaba, en consecuencia nuestros covers eran obligatoriamente instrumentales, y claro, sin ningún tipo de percusión, cosas que al comienzo no nos importaban mucho porque estábamos más concentrados en sonar bien como trío. Cuando llegamos a sentir confianza en nuestro sonido empezamos con la búsqueda de más integrantes ya con toda la intención de formar una banda completa. Los candidatos fueron apareciendo a la vez que le íbamos poniendo freno a nuestra fanaticada por Queen porque si queríamos llegar a alguna parte íbamos a necesitar más variedad (los nuevos integrantes contribuirían con sus propias influencias) y porque además de por sí hacer covers de Queen es difícil cuando 3 de sus 4 integrantes eran cantantes de primera línea que sabían muy bien cómo combinar sus voces en sus canciones. Al final Edén sería el nombre definitivo de nuestra banda, con la que pasé incontables horas en (económicas) salas de ensayos y con la que pude sentirme un rockstar en las contadas presentaciones en vivo que tuvimos siempre ante una modesta cantidad de gente. En el transcurso del 2000 mis estudios para ingresar a la universidad y el hecho de que los hermanos vivían ahora en otro distrito me alejaron física y emocionalmente de esa vida y desde entonces poco o nada he sabido de mis ex-compañeros da banda.
Bueno, ahora los tiempos son otros. Queen, su música, su historia y más están prácticamente al alcance de la mano gracias a cosas como Spotify y YouTube, y los nuevos fans apenas tienen que esforzarse para conseguir todo ello. Nuevos fans, o por lo menos curiosos, que están empezando a aparecer luego de haber visto la película “Bohemian Rhapsody”. Mi novia, por ejemplo, poco después de haber ido juntos al cine a verla, le pregunté por WhatsApp qué estaba haciendo y me respondió que estaba viendo por primera vez la presentación de Queen en Live Aid (por YouTube), motivada por la excelente recreación que se hizo de ese concierto en la película. ¿Cuánto tiempo le habrá costado encontrarlo? ¿Segundos? ¿Minutos? Yo tuve que esperar años desde que me hice fan, hasta recién el 2004, en una noche de amanecida de estudio en una sala de computación de mi facultad. Eran las 3 de la mañana, me estaba muriendo de sueño y se me ocurrió buscar Queen en Google Videos (YouTube ni siquiera existía) y uno de los primeros resultados fue justamente Live Aid. No tengo palabras para describir mi emoción, sólo diré que la energía de esos 20 minutos fueron suficientes para quitarme el sueño. Que los realizadores de “Bohemian Rhapsody” hayan decidido que ese sea el gran final fue un gran acierto. Me pregunto cuál será la opinión de los hermanos de la película.

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Nota: mis opiniones de la película las tengo en este link.



jueves, 2 de agosto de 2018

Acerca de "Gabriel García Márquez: Una vida" de Gerald Martin



Terminé "Vivir para contarla", las memorias de Gabriel García Márquez, con ganas de más. Quiero decir con ganas de enterarme más cosas de él porque Gabo no lo cuenta todo sino solo el periodo de su vida desde sus inicios hasta su partida de Colombia, a mediados de los años 50, para convertirse en un itinerante del mundo. Queda claro que se trata de un primer volumen de otros tantos que lamentablemente no llegarán.
Pero a falta de más memorias bueno es una excelente biografía, en este caso "Gabriel García Márquez: Una vida" de Gerald Martin.
"... Una Vida" lo abarca todo, por eso me apuré en la lectura de lo ya conocido, o sea los capítulos que coinciden cronológicamente con "Vivir para contarla", para concentrarme de lleno en todo lo siguiente que no abarcó las memorias, las que además me habían dejado con la frustración de no "ver" a Gabo convertirse en una personalidad de renombre, llegando a lo mucho a ser un periodista más o menos reconocido con dos primeras novelas publicadas de dudosa calidad, calificativo en el que están de acuerdo tanto críticos como, en su momento, el mismo Gabo.
También de acuerdo lo está el autor, Gerald Martin, quien aun siendo cercano a GGM y admirándolo (poderosas motivaciones para escribir una biografía de más de 600 páginas) es objetivo resaltando lo bueno y señalando lo malo (sin llegar a ser condenatorio tampoco). Cuestiona por ejemplo la poca mención que hace Gabo de su padre en sus memorias y el de a veces querer "quedar bien con todos" al dar declaraciones ambivalentes sobre ciertos temas.
Y con "todos" me refiero a su poderoso círculo social: presidentes, dirigentes, intelectuales... selecto grupo que se empezó a formar tras la publicación de "Cien Años de Soledad". Hasta que leí esta biografía no tenía idea del nivel del impacto de esa novela cuando apareció en las librerías por primera vez a finales de los años 60. Fue la tercera en llegar (1967) luego de "La Ciudad y los Perros" de Vargas Llosa (1962) y "Rayuela" de Cortázar (1963), y aún así fue la que verdaderamente consolidó al "boom" de la literatura latinoamericana, aunque su trascendencia sería tal que se alejaría de ellas para crear su propio fenómeno mundial, ganándose calificativos que la comparaban con El Quijote.
La fama y el dinero le llegarían a raudales a García Márquez (ahora elevado a la altura de Cervantes), su voz se consideraría digna de ser escuchada y se le abrirían puertas insospechadas. Y curiosamente a raíz de todo esto, es decir, al éxito de "Cien Años...", Gabo empezaría a alejarse un poco de la literatura para dedicarse a otra de sus pasiones: al activismo político, ahora con más ahínco aprovechando su nuevo estatus de celebridad, escribiendo artículos que aparecerían en los medios más importantes del mundo, participando de iniciativas e instituciones (muchas de ellas impulsadas o fundadas por él mismo), o haciendo valer su influencia en las más altas esferas del poder (teniendo amigos como Fidel Castro). Llegaría a tal punto de darle prioridad a su activismo que amenazó en hacer una "huelga literaria", o sea dejar de escribir cuentos o novelas, mientras Pinochet siguiera al mando de Chile.
Estos y muchos otros datos no se encuentran en un único artículo consolidado de Wikipedia. Así como tampoco los análisis que hace Gerald Martin de las novelas y los cuentos más imporantes de GGM. A cada una de ellas, conforme van apareciendo en la vida de Gabo, les dedica varias páginas, recorriéndolas de inicio a fin, detallando argumento, estilo, método y estructura. Esto, más la descripción de las circunstancias en las que fueron escritas (fechas, lugares, anécdotas), fue mi parte favorita de esos análisis. No tanto el aspecto psicológico de los mismos por ser algo densos los intentos del autor de entender las motivaciones más profundas de Gabo para escribir tal o cual texto. Además de que cae un poco en la especulación como cuando afirma que aparte de tener en mente a sus abuelos cuando escribió "El Coronel no tiene quien le escriba", asegura que es muy importante también la influencia de la complicada relación sentimental que vivía Gabo (con una mujer de nombre Tachia) en ese momento, estableciendo paralelos entre ellos y la pareja protagonista de la novela. ¿Que tan cierto es esto? Difícil saberlo porque Gabo siempre se negó a hablar de esa relación, incluso con Martin, su biógrafo oficial.
Tengo que aclarar que "... Una vida" no abarca exactamente todo como mencioné antes y esto es por la fecha de su publicación, 2011, es decir, 3 años antes del fallecimiento de GGM, así que ninguna noticia sucedida en ese último trienio está presente en esta biografía, aunque sí en los últimos capítulos ya se detallan los primeros problemas de salud serios que padecería Gabo hasta el final de sus dìas, en especial el deterioro de su salud mental. Seguramente más información al respecto ha sido añadida en ediciones posteriores al 2014, enriqueciendo aún más esta edición que ya de por sí es altamente recomendable.

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