domingo, 26 de junio de 2011

¿Has visto a las mujeres que desfilan en el carnaval de Río?

Ella no estaba desnuda, o, mejor dicho, no estaba completamente desnuda. Tenía los senos al aire, sí; el resto de su vestimenta, pues: una tanga con una especie de cola de ardilla gigante hecha con plumas blancas; un sombrero que visto de lejos daría la impresión de tener una cacatúa sobre la cabeza; cadenas hechas con esferas plateadas que rodeaban partes de su cuerpo, como el cuello y la cintura. ¿Has visto a las mujeres que desfilan en el carnaval de Río? Más o menos así estaba vestida. Por supuesto, con tan poca ropa lo más fácil sería decir que estaba desnuda, lo sé, sólo quería aclarar que aquella mujer de la portada llevaba algunas prendas encima, y que aquel libro no era uno de “esos”, dicho con un tono y sonrisa pícara como lo hizo Lucrecia al encontrarme leyéndolo: “!Ajá! Leyendo uno de “esos” libros, ¿no?”. No tengo nada en contra de “esa” literatura, la disfruto también, pero en la privacidad de mi habitación y no en la biblioteca de la facultad que es donde Lucrecia me “pescó”. “¿Esos?”, le pregunté sabiendo muy bien a qué se refería, pero tenía la esperanza de escucharla decir algo más explícito. “Cochinadas pues”, me respondió. Lo negué y ella de inmediato: “¿entonces qué lees?”.
Detesto esa pregunta cuando me la hace alguien que no tiene el hábito de la lectura. No quiero sonar arrogante y dármelas de culto, pero de que leo algo lo hago, más de los que estaban ahí: estudiantes de ingeniería preparándose para un examen o entrega de algún trabajo; estoy casi seguro que yo era el único leyendo una novela. Pero, otra vez, no pienses que soy un arrogante; de los casi cien libros que tengo en mi biblioteca personal, a lo mucho me habré leído la mitad. Puedes preguntarle a mi madre cómo la decepciono cada vez que está llenando un crucigrama y necesita ayuda con las interrogantes literarias; yo nunca sé las respuestas, y después me increpa: “¿pero no se supone que te gusta leer?”.

Cuando me preguntan qué estoy leyendo y sospecho que quien lo hace nunca ha oído el nombre del autor ni el título de la obra que tengo en las manos, le presto el libro si es que existe en alguna parte de la tapa del tomo una breve reseña. Si no es así, trato de ironizar con el titulo, por ejemplo: si estuviera leyendo “Música para camaleones” de Truman Capote, yo respondería: “trata sobre unos camaleones que se visten de frac y que van a conciertos de música clásica", y sonrío como dándole a entender a esa persona que estoy bromeando (y que le estoy tomando el pelo para que me deje leer en paz). A Lucrecia le entregué el libro para que leyera la descripción que había en la contraportada, pero ella ni caso le hizo; de frente se puso a hojear las primeras páginas. Se detuvo en una de ellas y empezó a leer. En menos de dos minutos, ella que es bien blanca, se puso roja como un tomate. “No sé cómo puedes leer estas cosas” me dijo entre molesta y avergonzada, y luego de prácticamente tirarme el libro, se fue quién sabe a dónde; a clases lo más seguro.

Quise morirme de la risa pero el letrerito ese de “silencio por favor” me lo impidió. Rápidamente busqué en las primeras páginas del libro las líneas que casi provocan que chorros de sangre manaran de su rostro. Podría apostar que fue la página once la culpable. Ahí, el protagonista, Henry (el mismo nombre del autor, ¿coincidencia?), se pregunta dónde estará el coño de su amada Tania, al que le alisaría las arrugas con su pene de quince centímetros llenos de semen; y luego de más reflexiones igual de explícitas, finaliza el párrafo diciendo: “Te morderé el clítoris y escupiré dos monedas de un franco...”.

Ahora me dirás que “Trópico de Cáncer”, por más que ahora se le considere una de las obras maestras de la literatura, fue acusada en su momento de obscena y pornográfica; más o menos acorde con la opinión de Lucrecia. Bueno, qué es obsceno, qué es pornográfico, qué es erótico, qué es cochinada... ya es harina de otro costal. Yo sólo quería contarte mi versión de los hechos.

miércoles, 22 de junio de 2011

La esperanza de ver debajo de sus faldas

Brenda no sólo cayó del columpio; debido a la altura y velocidad de sus balanceos, y a que sus manos no soltaron las cadenas que sujetaban el asiento, barrió el suelo con su cuerpo también. Sus dos amigas dejaron de columpiarse, y los muchachos, que estaban sentados cerca, observándolas (porque se conocían y porque tenían la esperanza de ver debajo de sus faldas), se pusieron de pie. Pero antes de que alguien pudiera hacer algo, Sebastián ya estaba al lado de Brenda levantándola en sus brazos, dispuesto a llevarla a donde fuera necesario para que curaran sus heridas.
De haber actuado así, de la forma en que su mente trataba de tergiversar los hechos, Sebastián no estaría ahora en el malecón Grau, solo, sentado en el mismo lugar donde presenció el accidente de Brenda, observando los columpios vacíos, deseando retroceder el tiempo al preciso instante en que pudo ser un héroe, y no, como en realidad sucedió, un payaso más que se burla de las desgracias de otro.
Y aunque pareciera obvio del por qué la decisión de Brenda de no dirigirle más la palabra, Sebastián aún no podía entender completamente el comportamiento de ella. Otros también se habían reído en aquel momento, en igual o mayor intensidad que él, pero con ellos Brenda seguía siendo igual de amiga, incluso aceptando alegremente bromas referidas al accidente. “¿Por qué entonces- pensaba Sebastián -la ley del hielo para mí?”.
-Porque tal vez le gustas.- Le dijo Quique, apareciendo de la nada. No es que haya leído la mente de Sebastián; viéndolo nomás supo que su amigo seguía siendo torturado por las mismas interrogantes de las que anteriormente le había hablado; y de cuyos detalles Quique conocía algunos, por haber sido otro de los testigos (uno de los menos escandalosos) del incidente del columpio.
Luego de saludarse, Sebastián le propuso “dar una vuelta”. No le dijo a dónde pero Quique lo sabía: pasarían por la casa de Brenda. Pero ni en el trayecto, ni cuando llegaron a su destino, la vieron a ella o cualquier otra persona conocida.
Era domingo, alrededor de las siete de la noche, y Sebastián tenía la esperanza de encontrarla por ahí, como cualquier otro día de vacaciones de verano. Lamentablemente, salvo él y Quique que estudiaban en el mismo colegio y cuyas clases de segundo de secundaria iniciaban en una semana, para el resto del barrio, incluido Brenda (un grado académico menor que ellos), las clases empezaban el día siguiente. Dieron vueltas por esa cuadra y alrededores, pero cerca de las nueve de la noche ya era hora de que cada uno regresara a su repectivo hogar. A Sebastián le quedaba una última alternativa: ir a la casa de Brenda, tocar su puerta y preguntar por ella. Pero así como en los días previos en que tuvo la oportunidad de acércasele, su falta de iniciativa lo detuvo esta vez también. Quique no hubiera tenido problemas en hacerle ese favor, de no ser porque entre Brenda y él no existía la suficiente confianza.
De regreso, antes de que dividieran sus rumbos, Quique trató de tranquilizar a su amigo diciéndole que seguramente la vería en la semana próxima, porque en los primeros días de clases, por lo gen-ral, en ningún colegio se avanza mucho ni se dejan muchas tareas. Sus palabras hicieron sentirse mejor a Sebastián, aunque hubiera sido mejor que Quique hubiese ayudado a su amigo a que se resignara y olvidara a Brenda de una vez por todas, porque en la semana siguiente, excepto para ir al colegio, ella no saldría de su casa para nada, y en el resto del año sus caminos no se iban a cruzar, y que sólo después de verla con enamorado, en las vacaciones del siguiente año, Sebastián aceptaría al fin que jamás las cosas volverían a ser iguales entre ella y él.
Antes de despedirse definitivamente, Quique le dijo a su amigo: “al menos le vimos el calzón”. Se despidió y se marchó sin esperar respuesta. Sebastián tardó unos segundos en reaccionar. “Claro, su calzoncito rojo”, pronunció como quien minimiza un hecho por tratarse de algo fortuito y no de un logro, porque era lógico, razonaba, que nadie se preocuparía por cubrir su ropa interior cuando está a punto de caer estrepitosamente.

sábado, 18 de junio de 2011

Tapa dura de cuero, en papel couché, a todo color


Se encerró en su cuarto, prendió el televisor y, luego de ubicar el canal de música, subió el volumen mucho más de lo normal. Sebastián tenía la esperanza que en algún momento su mente sólo pensara en la música y no en el triunfo de su primo. Imposible. Cuando estaba a punto de lograrlo, su vista se topaba con algunos de sus libros desperdigados alrededor de su cuarto, lo que le hacía recordar que nunca había visto a su primo con obra literaria alguna en las manos (a menos que fuera por alguna obligación escolar), y que aun así pudo escribir un cuento y ganar un concurso con ese relato. En cambio él, Sebastián (dieciséis años, dos más que su primo), quien tenía el secreto anhelo de convertirse en escritor algún día, jamás había podido escribir algo más que párrafos sueltos y textos inconclusos de media página a lo mucho. Trató de fijar su mirada en la pantalla del televisor pero tampoco le sirvió: pronto la rigidez de su mirada poco a poco fue trasmitiéndose desde sus ojos a su cabeza, cuello y el resto del cuerpo, y ese estado inmóvil no hacía más que aumentar la expectativa que en cualquier momento algo podría interrumpirlo; y ese algo, tomaba conciencia de ello entonces, sería el toque del timbre de la casa por la persona que venía a entregarle el premio a su primo.
¿Por qué si ese concurso había sido organizado por el colegio de su primo, la premiación no se hacía ahí? Sebastián no quiso averiguar ni ese ni otros detalles. Apenas su primo les daba la buena nueva a él y a su madre, esa tarde en el almuerzo, Sebastián empezó a comer más rápido para poder desentenderse pronto de ese asunto. Terminó en cinco minutos, aunque no le fue fácil ingerir sus alimentos por el nudo que tenía en la garganta.
Pero la semilla de lo que estaba sintiendo en esos momentos se había plantado semanas atrás, cuando su primo le anunciaba haber terminado de escribir un cuento y que le gustaría su opinión: “ya que tu lees bastante, Sebas”. Sebastian se excusó diciendo que no tenía tiempo, y de inmediato buscó algo qué hacer para no tener que asumir, para sí mismo, que había mentido, y así no tener que ponerse a pensar en por qué lo había hecho. Inconcientemente sabía las dos razones. La primera: porque le había caído como un valdazo de agua fría enterarse de que su primo haya podido encontrar una historia y la forma de cómo contarla; algo que él mismo sentía estaba a años luz de poder lograr. Y la segunda: por temor a descubrir que, en su primer intento, su primo haya escrito algo digno de elogios, como en efecto sucedió.
A pesar de estar advertido, cuando Sebastián escuchó el sonido del timbre tuvo un sobresalto. Se acercó y apoyó su oreja en la puerta. Sabía que si bajaba el volumen del televisor iba a poder escuchar con mayor claridad, pero no lo hizo, como quien no termina de aceptar que, a pesar de todo, sentía también curiosidad. Mientras trataba de diferenciar qué murmullo le pertenecía a quien, a su madre o a su primo, una voz, poderosa y bien articulada, perfectamente entendible, apareció. Se presentó como representante de uno de los auspiciadores del concurso, y mencionó que quizás habían escuchado su voz antes en algún comercial, porque trabajaba también como locutor: “entre otros trabajos más, señora; usted sabe cómo está la situación”. Luego, tanto murmullos y voz se alejaron un poco. Sebastián dedujo que los tres habían entrado a la sala.
Como era de esperar, la primeras palabras del locutor fueron para felicitar al ganador, por haber escrito un cuento de tan alta calidad que el jurado le dio el primer lugar de forma unánime. Siguió una conversación intrascendente en la que el locutor hacía preguntas y comentarios, y éstos eran respondidos por murmullos femeninos. Seguramente, pensó Sebastián, su madre le estaba explicando que aquel muchacho no era su hijo sino su sobrino, que por motivos familiares estaba viviendo en esa casa. Sebastián empezaba a preguntarse cuál sería el premio. Deseó que fuera dinero porque, de ser así, sabía que su primo se lo gastaría en algún videojuego que luego ambos podrían jugar. Entonces se emocionó cuando escuchó al locutor decir finalmente la palabra “premio”, pero se desilusionó con lo que dijo a continuación: “aquí tienes tu diploma”. Esperó que en las palabras siguientes mencionara, de repente, libros de regalo, lo que tenía sentido por tratarse de un concurso literario, pero no lo hizo. Lo único que agregó fueron, más o menos, las mismas palabras con las que había felicitado al primo al inicio.
Vinieron entonces unos minutos de murmullos, seguramente de parte de la mamá de Sebastián y de su primo dándole las gracias al locutor. Desilusionado, Sebastián dio el primer paso para alejarse de la puerta de su habitación, hasta que escuchó la palabra “enciclopedia”. “Al menos es mejor que un mísero diploma”, pensó cuando volvía a prestar atención. La voz del locutor adquirió entonces más fuerza y se volvió algo mecánica, como si recitara palabras de memoria, describiendo lo que parecía ser la más maravillosa de las enciclopedias, y que, por supuesto, por haber ganado el concurso, estaba a disposición del primo… con un cuarenta por ciento de descuento.
Esta vez no se escucharon murmullos como respuesta sino sólo silencio. Sebastián no podía creer lo que estaba pasando, y estaba seguro que su mamá y primo se sentían igual que él. El locutor no perdió el tiempo y siguió hablando de la tapa dura de cuero, de la calidad de las hojas en papel couché, de las fotografías e ilustraciones a todo color; y puso especial énfasis que en librerías jamás se iba a poder encontrar al precio que él la estaba ofreciendo. Sebastián, conociendo a su madre, sabía que aquel hombre tenía todas las de perder, y empezó a disfrutar los cambios en la voz del locutor, que fueron desde un tono desesperado (“cincuenta por ciento de descuento, señora; mejor oferta imposible”), pasando por un tono suplicante (“¿me prestaría un papel y lapicero, señora? Para apuntarle mi teléfono por si es que cambia de opinión”), y finalizando con el tono de resignación absoluta con el que se despidió.
Sebastián volteó y miró su habitación. Uno a uno fue recogiendo sus libros y poniéndolos en sus respectivos estantes, hasta que encontró un fajo de hojas blancas. Los tomos restantes aún sin recoger los dejó donde estaban. Se sentó en su escritorio con el fajo de hojas y sacó un lapicero de uno de los cajones. Pensó por unos segundos en un nombre, pero, debido a las ansias que tenía, decidió que por ahora utilizaría el suyo. Y entonces empezó a escribir:
“Se encerró en su cuarto, prendió la televisión y, luego de ubicar el canal de música, Sebastián subió el volumen mucho más de lo normal…”.

lunes, 13 de junio de 2011

Movimientos repetitivos de arriba hacia abajo y viceversa

Ese día, de las cosas que pude ver perfectamente claro, una se apoderaría de mi mente: un mensaje escrito con grandes letras rojas en mayúsculas que decía: SOLO PARA ADULTOS. Era la marquesina del cine Brasil, que estaba cruzando la avenida del mismo nombre frente al consultorio oftalmológico Mendiola, de donde salía acompañado de mi madre luciendo el primer par de lentes que usaría en mi vida. Qué momento aquel; yo tenía diez años y no sólo empezaba a ver el mundo en todo su esplendor, sino que de pronto mi vida adquiría su primer gran objetivo: entrar a ese cine.
¿Se trataba acaso de una necesidad precoz? No. Quería entrar porque (como si el dueño de ese cine supiese quién era yo, y hubiese pensado en mí al poner esas letras) se me estaba diciendo que no podía hacerlo. Y aunque con el pasar de los años me toparía con prohibiciones parecidas, superarlas me supo a nada, y comprendí que debía apuntar al objetivo original.
Tenía quince años. Entré a la antesala del cine y me dirigí a la boletería. Sin decirle nada al vendedor, puse al frente de él los tres soles cincuenta que valía una entrada. Me miró con gesto aburrido, no me hizo pregunta alguna y en ningún momento dudó; tomó el dinero y me dio el boleto. Lo recibí y le dije gracias tratando de ocultar mi incredulidad; y es que había sido tan fácil. Asumí con mucho agrado que seguramente aparentaba ser alguien de dieciocho o más edad. Sin ninguna otra explicación posible, me relajé y empecé a disfrutar mi triunfo en el momento que le entregaba mi boleto a quien cuidaba la puerta de la sala del cine. No me dijo nada. Alzó la mano no para recibir mi boleto sino para señalar un papel pegado en la pared, donde, escrito a lapicero, decía: “sólo se puede entrar con D.N.I.”. No protesté ni insistí. Regresé a la boletería y le devolví mi entrada al vendedor, diciéndole secamente que no tenía documentos, y él, ni molesto ni nada parecido por mi intento de querer pasarme de listo, me devolvió el dinero con el mismo gesto aburrido con que lo había aceptado minutos atrás. Y me fui.
A los dieciochos años, apenas la oficina gubernamental correspondiente me entregaba mi Documento Nacional de Identidad, pensé en “estrenarlo” yendo al cine Brasil. Claro, sabía muy bien que cumpliendo los requisitos necesarios, la prohibición dejaba de serlo, con lo que ya nunca iba a poder alcanzar aquel primer gran objetivo de mi vida. De todas formas sentía que existía algo pendiente entre ese establecimiento y yo.
Llegué alrededor de las cuatro de la tarde. En la antesala, la boletería estaba cerrada y un hombre se encontraba sentado próximo a la puerta de la sala del cine. Lo vi, y sin preguntarle nada, me avisó que la primera función empezaría en quince minutos. Mientras dudaba en quedarme o no, me propuso dejarme pasar si le pagaba a él directamente la mitad del precio de una entrada. Desconfiado, le pregunté por qué quería hacerme ese favor. Su respuesta me pareció convincente: “el hijo de puta del dueño no me da ni para el pasaje”. Aquel hombre me presentó como su sobrino cuando minutos después llegó “el hijo de puta del dueño”, que pude reconocer era el boletero de mi primer intento. Con la misma apatía de tres años atrás me dejó entrar en la sala.
No acababa de dar ni un paso adentro cuando sentí un olor a humedad golpearme el rostro. Segundos después estaba sentado en el bloque central de la sala, cerca de uno de los pasadizos laterales, y cuando sentí que más o menos me había acostumbrado al olor, di un vistazo: manchas en piso y paredes, incontables agujeros en la pintura, asientos rotos con sus partes de metal oxidadas, la pantalla llena de huecos. Lo más deprimente era darse cuenta que, detrás de toda esa decadencia, podían verse vestigios de que ese recinto había sido alguna vez un gran cine. Entonces se apagaron las luces y empezó la función. Era una porno italiana sin subtítulos. Me causó gracia darme cuenta de ese detalle, porque, obviamente, a ningún espectador le importaría seguir los diálogos y la historia de ese tipo películas. Volteé y vi que ya no estaba solo; unos cuantos yacían en sus sitios esparcidos por la sala. Una hora después finalizaba la porno italiana, y a la mitad de los créditos estos fueron interrumpidos para dar pie el inicio de otra porno, ahora en ingles y subtitulada. En ningún momento había sentido el más mínimo indicio de excitación, y decidí que ya había sido suficiente. Giré a mi izquierda antes de levantarme, y pude ver hacia esa dirección, a un extremo de la sala, el movimiento de unas sombras. Agucé la vista por unos minutos y pude descifrar que una de las sombras era la silueta de una persona sentada; la otra sólo hacía movimientos repetitivos de arriba hacia abajo y viceversa, cerca del pecho de la silueta. Se trataba de un hombre haciéndole sexo oral a otro.
En un dos por tres llegué a la entrada de la sala y, para agravar mi creciente nerviosismo, no pude abrir la puerta. Noté que alguien se me acercaba desde mi izquierda, y empecé a empujar varias veces seguidas la bendita puerta; pero nada, no cedía. Hasta que esa persona (sí, un varón) se paró a mi costado y puso su mano sobre la manija: “hay que jalar hacia adentro”, me dijo. La abrió y salí disparado, dejando atrás a mi supuesto tío y al desganado “hijo de puta del dueño”. Cuadras más adelante, y más tranquilo, empecé a caminar y revisar si es que nada se me había caído en la prisa, en especial mi billetera. La sentí en el bolsillo de mi pantalón, la saqué y todo estaba bien: los billetes, las tarjetas, documentos, incluso, mi nuevecito y aún sin “estrenar” D.N.I.

viernes, 10 de junio de 2011

Bienvenidos al paraíso


El debut de Edén fue un sábado a la medianoche en la casa de la prima de Leonardo, prima también de Félix porque Félix era el hermano menor de Leonardo y ambos, los que más sabían de música en Edén. Edén era la banda de rock que los dos habían fundado con Sebastián y Marcos, quienes eran los que menos sabían de música; pero esto no fue un mayor inconveniente: Félix, primera guitarra, le enseñó a Sebastián cómo tocar el bajo; y Leonardo, hombre orquesta que alternaba entre la segunda guitarra y el teclado, se encargó de que Marcos se convirtiera en el baterista de la banda.
Luego de varios meses de prácticas y de ensayos, el sonido de la banda empezó a convencerle a Leonardo, lo suficiente como para no dudar en ofrecer los servicios de Edén a su tía, cuando ella, feliz, le contó acerca de la fiesta que estaba preparando para celebrar la graduación de su hija:
-Está bien, Leíto, tu grupo puede tocar, siempre y cuando no me cobres, porque tú sabes la plata que me costó tener a tu prima en la de Lima.
No le iba a cobrar, después de todo era la primera presentación de Edén. Pero ¿y los instrumentos? No les quedó más que hacer una colecta entre ellos para poder alquilar lo que les faltaba: otra guitarra eléctrica, una batería y un par de parlantes adicionales. Pero ¿y el cantante? Lamentablemente no se podían alquilar cantantes, así que escogieron al que mejor cantaba de la banda: Leonardo, quien al mismo tiempo cantaba horrible.
Ese sábado en la fiesta, minutos antes de la medianoche, todo estaba listo en una esquina de la sala, y los miembros de Edén se acercaron y tomaron sus respectivos instrumentos. Las más de veinte personas reunidas prestaron atención a ese rincón, donde, emocionados y nerviosos, los cuatro adolescentes se cercioraban de detalles como, por ejemplo, botones abrochados, braguetas con el cierre arriba, ningún pasador suelto, lentes bien puestos (en el caso de Sebastián); y, lo más importante, el tiempo, responsabilidad de Leonardo, quien prácticamente no le quitó los ojos de encima a su reloj, hasta que éste marcó las doce en punto. Entonces alzó el puño derecho a la altura de su hombro; Marcos, automáticamente, reaccionó: uno, dos, tres, cuatro veces seguidas golpeó rítmicamente sus baquetas entre sí, y de inmediato empezó la música con una simple pero potente melodía que, a modo de introducción, duró hasta que Leonardo, luego de una considerable inhalación de aire, acercó su boca al micrófono y pronunció: “bienvenidos al paraíso”.
Así empezaron cuarenta y cinco minutos de covers de rock bailable que nadie bailaba al principio. Leonardo tuvo que hacer algunos comentarios graciosos para motivar a la gente a que bailaran y no se quedasen de pie viéndolos tocar; poco a poco, gracias a sus palabras (además del buen desempeño de Edén), esa sala se fue convirtiendo en una verdadera pista de baile. Y aun con la voz de Leonardo, que al parecer a nadie molestó, y aun con su error de decir “bienvenidos al paraíso” en vez de “bienvenidos al edén”, lo que sus compañeros tomaron con gracia, se podría decir que esos primeros tres cuartos de hora fueron un éxito.
Los segundos cuarenta y cinco minutos (luego de un breve descanso) no lo fueron. Ni siquiera duraron ese tiempo como lo habían planeado, sino sólo veinte minutos. Y es que varios de los asistentes, alcoholizados ya, empezaron a sentir que el rock, como género musical, no era lo suficientemente estimulante, y alzaron su voz en protesta exigiendo ritmos latinos. Lástima: Edén no tocaba salsa, cumbia, merengue ni nada parecido. Leonardo volteó a ver al resto de la banda y, en un veloz intercambio de miradas, supo que todos estaban de acuerdo en que lo mejor era terminar lo más pronto posible. Anunció por el micrófono la que sería su última canción (lo que motivó una pequeña explosión de alegría en algunos de los invitados), y la tocaron con más ganas y más concentrados que nunca.
Como lo habían ensayado, alargaron el final de esa canción para poder anunciar los nombres de los integrantes con música de fondo. El orden de presentación fue alfabético. Primero Félix: gritos y aplausos de los presentes. Luego Leonardo: gritos y aplausos otra vez. Luego Marcos: nuevamente más gritos y aplausos. Y por último Sebastián: un “¡oh!” unísono de zozobra fue lo único que se escuchó. Leonardo había girado de tal forma para señalar a Sebastián, que el mango de su guitarra le propinó al bajista un fuerte golpe en la cara, derribándole los lentes y haciendo que su nariz empiece a sangrar de inmediato. Fin de la música. Fin del show. Anticipándose a cualquier pregunta, Sebastián empezó a decir en voz alta que estaba bien, levantando el pulgar derecho hacia arriba mientras que con la otra mano se tomaba el rostro. Leonardo se aproximó a él, y al comprobar que el golpe no había tenido consecuencias graves, volvió al micrófono para anunciar al público que no había de qué preocuparse. Pidió “un fuerte aplauso para Sebas”, y, antes de retirarse del “escenario” con sus compañeros, concluyó diciéndole a los asistentes: “sigan divirtiéndose; la fiesta aun no termina”.
Luego de colocarse un par de trozos de algodón en la nariz, y de acomodarse los lentes lo mejor que pudo (porque, aunque no se rompieron, quedaron medio torcidos), Sebastián y el resto de la banda se reintegraron a la fiesta, donde recibieron las felicitaciones de algunos y consejos de otros, especulando de lo que vendría en el futuro para Edén. Siguieron interactuando con los demás, conversando, comiendo bocaditos, tomando algunos tragos y, de rato en rato, bailando al ritmo de alguna salsa, cumbia, merengue o algo parecido que ya había empezado a sonar en el equipo estéreo de la casa.

lunes, 6 de junio de 2011

Me despertó el silencio



“…y les prometo que no se olvidarán de mí. Podrán odiarme y hablar mal a mis espaldas, y eso no me va a molestar. ¿Saben por qué? Porque me harán famoso. Hoy, cuando cada uno de ustedes llegue a su casa y su mamá pregunte qué tal estuvo el primer día en Pitágoras, lo primero que van a decir es: “mamá, hoy conocí a Quimicholo: el más estricto de los profesores”; y luego, cuando hablen con algún vecino o amigo le dirán: “no sabes: en la Pitágoras, hay un profesor desgraciado llamado Quimicholo”. Y así me harán conocido, más de lo que soy”.
Con esas palabras Quimicholo terminó de presentarse, y yo, instantáneamente, prometí no caer en su juego: “yo no te haré famoso” pensé. Pero no tomé esa decisión sólo por cómo me había tratado minutos antes, cuando me gritó: “!Oiga, yo no soy su perro; diga presente¡”, por haberle silbado al momento de tomarme asistencia. Acepto que mi silbido no estuvo bien, pero tampoco es forma de tratar a un alumno. Eso, más su aptitud arrogante y amenazadora (ayudado en gran parte por su voluminoso metro noventa), fueron mis razones para no querer hablar de Quimicholo más allá de las aulas de aquel local de Pitágoras, en la avenida Wilson. Han transcurrido diez años en los que cumplí con mi palabra a cabalidad, pero hoy y ahora, heme aquí, escribiendo sobre él y rompiendo mi promesa.
Y es que gracias a él, hace un par de horas nomás, Karen se despidió diciéndome: “tenemos que continuar esta conversación otro día, Sebas”, con una sonrisa de oreja a oreja.
Pudo haber dicho “Sebastián” y yo seguiría contento, pero el hecho de sentirse en confianza como para llamarme “Sebas” es, definitivamente, señal de que las cosas salieron bien esta noche; algo impensable por lo pésimo que había empezado la velada, cuando no me quedó otra más que serle honesto y decirle que, por una confusión de billetes, no contaba con el dinero suficiente como para invitarla al cine y luego al McDonald’s, como habíamos pactado originalmente. No tuvimos más alternativa que ir a una hamburguesería más económica, de las muchas que hay por el cruce de las avenidas Arequipa y Risso, donde nos habíamos encontrado. A ella no le molestó ese repentino cambio de planes, pero mi aptitud, poco a poco, sí le llegaría a incomodar; y es que yo no podía dejar de sentirme nervioso y enojado a la vez por mi descuido, lo que se fue reflejando paulatinamente en el detrimento de mi locuacidad. Incluso llegué a querer que todo se terminara, y empecé a soltarle preguntas sin ton ni son y con el más completo y total desgano, sin prestarle mucha atención a sus respuestas. Fue así que, cuando la acompañaba a tomar su bus, caminando por las cuadras de la avenida Arequipa donde empiezan a aparecer las academias preuniversitarias, le pregunté en cual había estudiado. "En la Pitágoras" me respondió, y sentí un chispazo de emoción; sin pensarlo, reaccionando de una forma inconciente (como quien se cubre con un brazo ante una posible agresión), le pregunté: “¿No habrás tenido un profesor apodado Quimicholo?”.
Recordamos su profecía de que lo haríamos famoso, su severidad casi militar, cómo se le inflaba el pecho de orgullo cuando contaba haber visto alguno de los múltiples paneles publicitarios con la foto de alumnos de la Pitágoras; primeros puestos en el examen de admisión de tal o cual universidad. Nos contamos las veces que sufrimos sus arrebatos de cólera; yo le conté sobre aquella vez que me tomó asistencia, y ella me contó como un día fue reprendida duramente al ser descubierta repasando temas anteriores: “¡Alumna, esos temas ya los hicimos, concéntrese en el actual!”, le recriminó Quimicholo en esa oportunidad.
Y claro, estuvimos los dos de acuerdo, lo peor en él era su mirada, la que sufrí en carne propia un día en su clase, cuando no pude mantener abiertos los ojos por más tiempo y mi cuerpo cedió; la voz de Quimicholo ya no fue más su voz sino un murmullo lejano, las olas del mar, la estática de un televisor sin señal, autos pasando en una carretera; el mundo girando y yo en paz, sintiéndome en cualquier parte menos en esa aula. Hasta que, de pronto, ese mundo dejó de girar y todo se hizo negro. Me despertó el silencio, y en el brevísimo instante antes de abrir los ojos, supe qué estaba pasando y con qué se toparía mi mirada. Así fue. Abrí los ojos y ahí, fijamente sobre mí, estaba la tan temida mirada asesina de Quimicholo: loca, penetrante, furiosa. Me mandó a pedir mis notas, se burló de ellas tratándome de mediocre, y cuando pensé que me botaría de su clase, me perdonó porque, me dijo, le daba lástima alguien como yo.
Karen y yo no nos dimos cuenta del paso de las horas, ni de cómo habíamos llegado al sitio por excelencia cuando no se tiene dinero para ir a otro: la banca de un parque. Se me ocurrió agregar que Quimicholo tenía razón en que nunca lo olvidaríamos. Ella no estuvo del todo de acuerdo conmigo: “¿acaso te acuerdas de su nombres y de su apellido?”, me preguntó.
Ni ella ni yo lo sabemos, y estoy seguro que la gran mayoría de sus exalumnos no lo saben tampoco o no lo recuerdan. Supongo que ese detalle, y apuesto que es algo que a Quimicholo complacería mucho, realza la leyenda del cholo que enseñaba Química en la academia preuniversitaria Pitágoras.

jueves, 2 de junio de 2011

No dejes de estudiar, muchacho


Intrigado, con el brazo extendido y el billete en la mano, Augusto veía como su cuñado no se alegraba ni hacía el mínimo intento de recibir ese dinero. El menor de los hermanos de su esposa estaba de pie, inmóvil, y el semblante sereno, con el que había entrado a la oficina, estaba ahora serio, con la mirada fija en el billete.
Eran las cuatro de la tarde y Sebastián sabía que, de aceptar ese dinero, significaba que tendría dos horas para tomar una decisión; algo de lo que él se creía exonerado minutos atrás. Pero ahí estaban a su disposición exactamente veinte soles, justo lo que el señor Parra le había dicho que costaba tomarle un par de fotografías, para poder incluirlo en el catálogo de acompañantes:
-Tranquilo, nada de desnudos, con ropa nomás, de distintos perfiles. Si no me crees, mira: este es el catálogo. Creo que la podrías hacer linda en este negocio, muchacho.
Sebastián no era vanidoso pero al ver las fotos de sus posibles colegas se sintió simpático, como pocas veces en su vida.
-Cincuenta dólares por media hora. Diez para mí y el resto para ti, muchacho. Vienes acá y yo mismo te pongo la movilidad y los condones. Jajaja, te compro los condones digo. No vayas a pensar que soy maricón, muchacho; yo también doy servicio de vez en cuando pero ahora las tías los prefieren más jóvenes, así como tú y no cincuentones como yo. ¿Me dijiste que tienes diecinueve años, no? A ver tu D.N.I. Ah ya, ok. Acá todo es legal, por si acaso. Ah, y no te preocupes, no te voy a mandar lejos: San Borja, San Isidro, Miraflores… buenos sitios. Vas, cumples, mando a traerte de vuelta, y si hay otra chamba te envío de nuevo. Sólo fines de semana, así el resto de días tienes tiempo para estudiar. Estudias supongo ¿en la U.N.I.? Vaya que bien. Un consejo (antes que pienses que tienes el futuro asegurado): no dejes de estudiar, muchacho. No, no vayas a cometer ese error. Sigue estudiando, esfuérzate, toma esta chamba como un cachuelo para ganar dinero extra, nada más. ¿Ves ese diploma que está ahí, en esa pared? Pues ese diploma dice que soy un administrador graduado de la Universidad Católica. ¿Entiendes? Tú sigue estudiando y quién sabe, tal vez algún día tengas tu propia oficina, una como la mía.
El señor Parra lanzó una carcajada, se apoyó en el respaldar de su silla, y desplegó los brazos como invitando a Sebastián a darle un vistazo a la oficina. Subrepticiamente Sebastián ya lo había hecho, pero ahora, con el consentimiento del señor Parra, se dio el gusto de mirar con más detenimiento y sin prisa. Se sintió en el paraíso: calatos y calatas por doquier, en las paredes, en la televisión, en el escritorio; fotos, afiches, videos, desde simples desnudos hasta pornografía.
-Y todo es material propio. Nada de cosas sacadas de revistas o de Internet. Es que también hago películas porno, ¿no te animas? Hay buena plata ahí también.
-Tal vez más adelante.
Sebastián, quien recién estaba cursando los primeros semestres en la universidad, no tenía más opciones si es que quería trabajar. De todos los anuncios que había visto en periódicos, fue el de “se busca jóvenes que quieran acompañar a mujeres maduras” el único que no pedía títulos, ni maestrías, ni currículos, ni nada parecido. Al escuchar lo que iba a ganar, calculó que en un año ya podría estar viviendo solo, que en dos ya tendría un carro, y así sucesivamente, hasta que pisó tierra: “imposible, nada es así de fácil”, pensó.
-Tienes hasta el próximo viernes, muchacho, hasta las seis. Si no te decides hasta ese día ya no tendrás oportunidad hasta no sé cuándo.
Ya era ese viernes, y en la semana que había pasado, en los bolsillos de Sebastián sólo hubo un par de soles por día para pagar sus pasajes a la universidad, principalmente. En esas mismas condiciones había llegado a la oficina de su cuñado.
-No es posible.- le decía Augusto a su esposa el día anterior, conciente de los problemas económicos de la familia de ella- Seguro tu hermano quiere salir con sus amigos o tomarse unas chelas, y no puede, o tal vez quiera invitar a una chica al cine, y no tiene plata. Eso no puede ser. Le voy a decir que venga mañana a la oficina.
Y esos mismos argumentos le empezó a decir a Sebastián, creyéndolo incómodo por ese ofrecimiento de dinero. Fueron segundos de incertidumbre, hasta que al fin el cuñado de Augusto reaccionó y aceptó el billete, sonriente. Sebastián había tomado una decisión.
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