jueves, 7 de septiembre de 2017

Sal



Nunca quedó claro si Verónica Rivas era fan de Los Simpsons o si todo fue pura coincidencia, igual los fans de la serie no pudieron evitar recordar la vez que el sobrino del alcalde de Springfield se pone histérico al escuchar a un mozo decir “sopa de cebollas” en francés. Porque fue más o menos lo mismo que pasó entre Verónica e Ignacio Rondán cuando él le anunciaba a los televidentes, en francés también, el nombre del plato que iba a cocinar, una sopa de cebollas justamente.
“Soupe à l’oignon”. Si cuesta escribirlo imagínate decirlo, trata un par de veces y te causará gracia; incluso bien pronunciado suena medio chistoso. O de plano hilarante, como le sonó al sobrino del alcalde Diamante, o, peor aún, a Verónica porque su estallido de carcajadas fue visto por miles y miles de amas de casa que veían ese magazine del mediodía. Y cuando digo peor, claro, me refiero al pobre de Ignacio quien no sabía qué hacer salvo repetir lo dicho cuando Verónica se lo pedía con la intención de remedarlo, y él lo hacía con una pronunciación perfecta y con un acento que se le había pegado para siempre desde sus años de estudio para chef en París.
Verónica, agonizando de la risa, tuvo que abandonar el set y ante las cámaras sólo quedarían el chef y la otra conductora del programa, Carmen Maldonado, quien, al contrario de Verónica, era un ángel elegante que nunca se reiría a mandíbula batiente por más ganas que tuviera, como ahora que estaba un poco más risueña de lo normal por lo que había pasado pero a su vez como si nada hubiera pasado.
El último segmento era el de la cocina y duraba unos 15 minutos. Pequeño espacio dentro de un programa de dos horas pero al menos esos 15 minutos eran suyos, de Ignacio; poco le importaba que casi ni se le mencionara en el resto del programa sabiendo que al final tenía su momento estelar donde él era el protagonista y las conductoras dejaban de serlo para convertirse en simples asistentes. Había sido así los días anteriores, debió ser así ese día también, pero ahora quedaban 10 minutos e Ignacio apenas había empezado cuando fue interrumpido. No se desmoralizó: demostrando un gran dominio de sí mismo, aunque su rostro sonrojado le traicionaba un poco, Ignacio pudo completar, apurado pero a tiempo, justo a la 1 con 59, la preparación de la dichosa sopa de cebollas. Sólo él y Carmen se despidieron del público ese día. A Verónica no se le vería en pantalla hasta el próximo lunes.
Porque era viernes y qué bueno que lo fuera,  así todo el equipo de producción podría festejar sin tener que preocuparse por el día siguiente. Cuando se apagaron las cámaras y empezó la telenovela de las 2 de la tarde, atrás quedaron los nervios, la tensión y los errores de esa primera semana de emisión. Había sido todo un riesgo de parte del canal apostar por caras nuevas y por jóvenes (ni las conductoras ni el chef superaban los 30 años de edad) con el propósito de diferenciarse de la dura competencia de ese horario, pero el rating, que no había parado de subir desde el estreno, el lunes pasado, apoyaba su decisión. Todos los presentes en el set aplaudieron y se abrazaron. Verónica reapareció y, antes de unirse a la celebración, fue directamente hacia donde Ignacio para pedirle disculpas: no hubo dramas al respecto y al incidente rápidamente se le declaró olvidado.
Pero qué bueno, otra vez, que fuera viernes, porque, más allá de cualquier gesto, Ignacio necesitaría ese fin de semana alejado de las cámaras y la soledad de su departamento para realmente olvidar el incidente. Yo soy así, Ignacio, yo soy así: bien jodida pero no me hagas caso. Le había dicho Verónica al momento de disculparse en el set, y lo mismo más tarde ese día en un restaurante, en medio de sus compañeros de trabajo y entre copas, añadiéndole: ya me conocerás mejor y verás que nos llevaremos bien. Ciertamente llevaba menos de un mes de conocer tanto a Verónica como a Carmen. Él había sido el último en integrarse al equipo y recordó el momento que le presentaron a las que serían las conductoras. De inmediato notó el contraste de personalidades entre ellas dos. Irónicamente había sido Verónica la que le había caído mejor por lo fácil que era entablar una conversación con ella, a diferencia de Carmen de quien no estaba seguro si era así por timidez o porque simplemente era una sobrada.
Todo esto y más pasaba por la mente de Ignacio ese fin de semana, y en ese mismo espacio de tiempo aparecería una breve nota en un medio escrito, fechada en algún día, mes, y año de la segunda mitad de los 90, y titulada: “Sopa de cebollas hace llorar a Verónica Vera, pero de risa”.


*


Nunca quedó claro si fue piconería o una reacción honesta de ella, pero lo cierto es que a Verónica no le gustaba ser ignorada y era lo que Ignacio había estado haciendo ese día durante su segmento de cocina. Lo cual no le fue fácil pero sí necesario, porque desde hacía unas semanas que siempre cometía algún error y la culpa, claro, eran las distracciones de Verónica en sus intentos de hacer lo más ameno posible ese como todos los segmentos del programa. Lamentablemente para él, varios de los momentos más graciosos eran sus errores, como la vez que, por ejemplo, confundió la sal con el azúcar y el desastre de postre que obtuvo. Qué suerte, pensaba Ignacio, que nunca nadie de la producción le hubiera llamado la atención, pero se dio cuenta de lo ingenuo que era cuando ese día, apenas terminado el programa, sí le llamaron la atención y fue por su seriedad. Concentrado como lo estuvo, en la receta y en nada ni nadie más, las bromas y gracias de Verónica habían caído en saco roto o no encontrado respuesta. Consecuencia: un plato preparado con la destreza que se supone debe tener un chef como él. Pero comprendió que eso era lo de menos escuchando los regaños del productor y del director, y le ganó la desazón. Verónica me distrae mucho, dijo Ignacio en voz alta y arrepintiéndose por decirlo al mismo tiempo, incluso antes de notar que Verónica estaba a su costado. Qué iba a hacer, era humano y el director y productor habían echado sal a una herida recién abierta minutos antes, y literalmente por ese condimento:
-Le falta sal- había dicho Verónica en vivo y en directo, para todo el Perú.
Ya sabes cómo es, seguro lo has visto antes en televisión: el cocinero termina con lo suyo y le da de probar lo cocinado a quienes están a su alrededor. En este caso la cara de satisfacción de Carmen lo dijo todo; es más, volvió a probar otro bocado y con la boca llena tuvo que despedirse de los televidentes con la mano. En cambio la degustación de Verónica, aunque breve, fue apatía total, desde el momento de llevarse el tenedor a la boca hasta que dio su veredicto.
Luego del cual, y al instante, le volvió el entusiasmo de siempre. ¡Hasta mañana, los quiero!, dijo mirando a la cámara. Los créditos empezaron a aparecer en pantalla. Era el turno de la despedida de Ignacio pero él ya era sólo una estatua de sí mismo.
-¿Tienes algún problema conmigo, Ignacio?- le preguntó Verónica muy seria al escuchar su queja. Era una pregunta difícil de contestar y no por el temor de ser sincero: sincero de qué si Ignacio no estaba seguro de lo que realmente sentía por ella. ¿Qué sería de su vida sin Verónica? That is the question.
A Ignacio nunca le había desvelado la idea de ser parte de la farándula. Su verdadero anhelo era ser un reconocido chef con su propia cadena de restaurantes, y había partido a París, 5 años atrás, convencido de que algún día volvería al Perú y lo haría realidad, primero en su patria, luego en el resto del mundo. Pero la televisión bien podría encaminar ese anhelo. No hay que ser un genio para entender que la televisión te puede dar fama relativamente rápido y que la fama es reconocimiento y dinero. ¿Cuántos años y horas como asistente de chef necesitaría para obtener lo necesario y emprender su sueño? En la televisión, por lo que él había visto y recordaba, era cuestión de menos de una hora diaria de lunes a viernes. Entonces, recién llegado de Francia, y con la posibilidad de asistir a un casting, Ignacio no desaprovechó esa oportunidad y asistió sintiéndose de sobra seguro de sus habilidades para la cocina, sabiéndose para nada tímido y sólo preocupado por su acento. El director y el productor nunca le confesarían que precisamente su acento, inusual para la televisión peruana y a la que podrían sacarle buen provecho, mucho había influenciado en su elección.
Ahora era una de las figuras del programa número 1 del mediodía. Sí, número 1 y en tan sólo 5 meses de existencia, en un medio donde muchos otros programas son sacados del aire al primer mes. Y gran parte de ese éxito, tenía que admitirlo, era por Verónica. Ella se había convertido en la razón principal por la que la mayoría de sus televidentes los veían, y en consecuencia, por la que lo veían a él. Así que, se podría decir, era por Verónica que Ignacio tenía ese trabajo bien remunerado y por ella que la gente lo reconocía en la calle y le pedía autógrafos. Era por ella también que, cuando pasaba esto último, la gente se dirigía a él llamándole Ignaciú o hablándole gangosamente con un falso acento francés, porque era lo que acostumbraba hacer Verónica. Luego del incidente de la sopa de cebollas y de analizar la situación, Ignacio había llegado a la conclusión que más fácil que tratar de hablar “normal” le sería simplemente tomar las cosas con humor y decidió hacerlo (descartando, eso sí, por si acaso, la idea de preparar más platos típicos de Francia), y esta decisión le ayudó a lidiar tanto con Verónica como con los fans. Pero estos ya empezaban a aburrirlo y aquella a convertirse en una poderosa distracción. Por supuesto no le convenía, el día incierto que anunciara la apertura de su restaurante, que la gente tuviera de él la imagen de un chef distraído que comete errores de novato.
Entonces, ¿tenía o no un problema con Verónica? Qué importaba. De pronto Verónica dejaba la seriedad de lado y lanzando una de sus conocidas carcajadas abrazaba a Ignacio sin darle chance a nada y le repetía tú sabes cómo soy, tú sabes como soy. El productor y director rieron con ella y así entre risas e indicaciones los 3 se retiraron dejando a Ignacio solo en ese espacio del set.


*


Había sido tan rápido que él apenas se había dado cuenta y había sido tan rápido que ella no lo recordaría jamás. O no lo recordaría como lo que realmente fue, un beso en la boca. Es cierto, no duró ni un segundo, fue con la boca cerrada (los labios casi fruncidos), nada de lengua ni saliva. Pero para Carmen, el beso de despedida de la noche anterior, había sido en la mejilla; si alguien se lo preguntase ella genuinamente lo juraría. En cambio Ignacio sí recordaba el contacto boca a boca pero tampoco es que se hubiera hecho ilusiones. ¿No te duele la cabeza? A mí sí, un poquito, y eso que no tomé tanto. Le había dicho Carmen cuando se saludaron al encontrase en el canal, y se lo dijo de una forma tan natural, espontánea y sin roche que Ignacio supuso que ella simplemente había olvidado aquel gesto. Y no, a Ignacio no le dolía la cabeza. Ni el corazón, vale la pena decirlo. No estaba enamorado ni mucho menos pero sí le había empezado a gustar; no tanto como para volverse loco pero sí lo suficiente para ser ella, junto con el buen sueldo, otra razón para no renunciar al programa. Curioso: la prensa tan atenta a Verónica queriéndola encontrar con algún supuesto novio, que se olvidaban de Carmen y de él, y ese beso de despedida, de haber sido captado en alguna foto o video, habría sido mil veces más sospechoso que cualquiera de los ampay más “reveladores” a Verónica. Era algo que Carmen justamente le comentaba a Ignacio la noche anterior; lamentaba que tal asedio de la prensa le impedía a Verónica perderse salidas como la de anoche en la que todos los miembros del equipo del programa habían ido a un bar a celebrar el cumpleaños de uno de los suyos. Y es que Carmen quería a Verónica, y viceversa. Lo que decía la prensa, que ellas se odiaban, eran puros inventos e Ignacio lo sabía. Pero por supuesto él no había lamentado su ausencia sino todo lo contrario, más aun cuando de pronto todos sus demás compañeros ya se habían ido del bar dejándolos solos a Carmen y a él. Y de qué no hablaron… o de que sí… Ignacio lo recordaba pero no quería hacerlo porque lo único que tenía en la mente desde que se habían dicho “hasta mañana” eran bosquejos de planes de cómo repetir la misma situación, los tres solos otra vez: Carmen, él, y el alcohol; quién sabe lo que podría pasar.
Y hubiera continuado con ese olvido voluntario sino fuera porque Verónica ahora estaba más insoportable que nunca interrumpiéndolo a cada rato en el segmento de cocina. ¡Qué pesada! pensó Ignacio y de pronto Carmen, sentada a su lado en el bar, le preguntaba: ¿Te has dado cuenta cómo come Verónica? Come como descosida ¿Y Cómo haces para estar tan flaca? Le pregunté una vez pero se puso tan rara que le cambié de tema. ¿No tendrá algún… problema? Con su peso, ya sabes… Ay, por favor, olvídalo y no se lo vayas a mencionar.
Sorpresivamente Ignacio, a mitad de la preparación del plato del día, mentía sobre cuál sería el plato del día siguiente: una ensalada especialmente para ti, por qué, porque estás gordita, Verónica.
No habrán sido ni 10 segundos y aún así ha tenido que ser el mayor tiempo que se le recuerde a Verónica sin dar una respuesta o mostrar una reacción.
¿Gordita? Balbuceó y no diría más.
Lo mismo le preguntó Carmen a Ignacio. Estás loco, agregó, pero si no tiene ni un gramo de grasa.
Su voz demostraba sorpresa pero su mirada odio, mientras Ignacio caía en cuenta que sin querer queriendo había metido las cuatro. Fue una broma trató de decir sin el menor acento posible para que le quedara bien claro a Carmen que no hablaba en serio cuando ni él mismo estaba seguro de lo que realmente acababa de pasar.
Los pocos minutos restantes fueron confusos para todo el mundo, para quienes estaban frente a las cámaras, para los que estaban detrás, y para los televidentes. Quedó para el recuerdo que ese fue la única emisión en donde nadie probaría la comida de Ignacio y en donde la única en despedirse del público sería Carmen.


*


Nunca le quedó claro a Ignacio qué pasó exactamente al término de esa emisión ni en las casi 24 horas transcurridas hasta el inicio de la siguiente. Durante ese tiempo quiso disfrutar el triunfo de por fin haber dejado a Verónica sin palabras frente a las cámaras, pero Carmen, que nada quería saber de él, se lo impedía. Ciertamente había sido un golpe bajo usar sus sospechas privadas pero creía Ignacio que Verónica se lo había buscado y en ese aspecto no sentía remordimiento. No le importaba ella, así de simple, ni le importó cuando mediante una llamada telefónica, la cual respondió veloz pensando que se trataba de Carmen, se enteró por un periodista de espectáculos que Verónica estaba desaparecida. ¿Sabía él su paradero? Colgó, como siempre hacía cuando recibía ese tipo de llamadas, luego de dar excusas vagas en vez de una respuesta clara, y fue lo mismo que le hizo el productor cuando Ignacio le llamó para hacer averiguaciones al respecto, más por curiosidad que por verdadero interés o preocupación. La última llamada del día que recibiría, alrededor de la medianoche, sería del director: mañana no hay programa, le dijo en pocas palabras y sin darle mayores explicaciones.
Pero si ahora estaba en esa cocina de televisión a punto de empezar su segmento era porque otra escueta llamada de producción lo había despertado a las 11:30 de la mañana avisándole que el programa sí iba. Había tenido media hora para llegar al canal. La prisa le hizo casi atropellar a los periodistas que aguardaban por él fuera de su departamento y le impidió enterarse de cualquier noticia ya fuera por televisión, periódicos u otros medios. Cuando llegó al set de lo único que se enteró con certeza era que Carmen conduciría sola el programa ese día. Y lo venía haciendo muy bien. Ignacio percibió al inicio un poco de nervios cuando Carmen anunció que un repentino resfriado impedía a Verónica acompañarlos y que le deseaba una pronta recuperación. Luego esos poco nervios, si es que realmente lo fueron, desaparecerían y quedaría demostrado que Carmen tenía la suficiente personalidad y carisma para afrontar tal reto en solitario. Ignacio quiso darle ánimos y felicitarla durante los comerciales pero la ley del hielo seguía en pie, y en general, aunque no de una forma tan estricta como la de ella, la de todo el equipo de producción para con él: apenas le respondían sus preguntas con evasivas. Hasta que alguien le advirtió minutos atrás, antes del inicio del más reciente bloque de comerciales, que luego era su turno. Ignacio vio su reloj y calculó que le estaban dando unos 15 minutos, algo que hacía mucho no sucedía con el segmento de cocina.
De haberlo sabido con más anticipación, Ignacio habría planeado preparar una receta más elaborada que la simple receta que tocaba ese día. Simple como las de los últimos 3 meses desde el incidente de la sal, porque no le quedaba otra si quería terminarla dentro de su cada vez más reducido segmento, y simple porque así era menos probable que cometiera algún error; y tantas habían sido las recetas descartadas, las que realmente siempre hubiera querido preparar para así demostrar su maestría como chef. Igual, aunque ya todo estaba predeterminado, Ignacio empezó su segmento decidido a disfrutar de esos 15 minutos sin la presencia de Verónica, y decidido también a olvidarse de una vez por todas de Carmen, quien seguramente como de costumbre apenas participaría en la cocina; cualquier otra decisión importante la tomaría más tarde y antes de la siguiente emisión.
Pero apenas terminaba de nombrar los ingredientes, una mano se apoyaba en su hombro izquierdo y una cabeza se apoyaba en su hombro derecho. Fue cosa de un instante. Antes de que entendiera que se trataba de un abrazo ya nadie lo tocaba y sólo se escuchaba una voz.
-Perdón por la interrupción, Ignacio. Perdón por la interrupción a todos- Era Verónica.
Ignacio dio un rápido vistazo a su alrededor y le pareció que él único sorprendido era él. Quiso retroceder, medio huyendo, medio dejándola sola frente a las cámaras, pero Carmen, acercándose, le cerraba el paso.
-Por favor, Ignacio, no te vayas, porque tengo algo que decirte- dijo Verónica en el momento que los tres caras del programa salían en pantalla.
-Gracias- continuó ella -porque si no fuera por tu comentario de ayer, no me habría dado cuenta de que tengo un problema.
Y, con una serenidad que nada tenía que ver con su carácter alocado habitual, dio detalles de su vida que a todas luces revelaban que padecía de un desorden alimenticio, nunca tratado, siempre pasado por alto, que mucho tenía que ver con su apariencia y con el que no podía lidiar cuando se sentía expuesta. Se disculpó por su raro comportamiento del día anterior y su casi total ausencia en la emisión presente. Pero todo iba a cambiar. Ya nada de ocultarse, de negaciones o de mentiras, iba a enfrentar su problema y saldría adelante con el apoyo de su familia, amigos (como Carmen e Ignacio), y por supuesto, con la ayuda de ustedes, que me quieren tanto, público televidente.
Terminó de hablar con la voz resquebrajaba. Abrazó a Carmen e Ignacio y ellos a ella aunque lo de él fue más un reflejo que cualquier otra cosa. Los aplausos duraron lo que el abrazo, un minuto y algo. La calma volvió y de pronto Ignacio sintió que todos lo miraban, en especial alguien detrás de las cámaras que estaba directamente frente a él, que más que mirarlo trataba de comunicarle algo enseñándole la palma de una mano con los dedos extendidos. ¿Cuál es el plato para hoy? ¿No iba a ser una ensalada? Escuchó que le dijo Verónica al mismo tiempo que Ignacio descifraba el gesto de aquella persona y lo que le quería decir. Cada dedo era un minuto. A su segmento y al programa solo les quedaba 5.

***

sábado, 13 de mayo de 2017

En el amor, no somos más que unos completos principiantes (artículo)



“Birdman”. Qué buena película: el argumento, la actuación de Michael Keaton, la simulada toma continua desde el inicio hasta el final… Y como si todo eso no fuera poco, la referencia a uno de mis escritores favoritos: Raymond Carver. Recordarás que la trama gira en torno a la puesta en escena de “De Qué Hablamos Cuando Hablamos De Amor”; una adaptación al teatro, con su mismo título, de uno de sus cuentos más conocidos. Bueno, eso de “mismo título” es un asunto algo complicado…
A su vez la trama del cuento gira en torno a dos matrimonios que se reúnen en la casa de uno de ellos simplemente para tomar unos tragos y conversar, hasta que de pronto, casi sin darse cuenta, empiezan a hablar sobre el amor. La pareja visitante la conforman Laura y Nick (el narrador), y los dueños de casa son Teresa y su esposo Mel. ¿”Mel”? ¿No querré decir “Herb”? Bueno, esto también es un asunto algo complicado…
Y es adonde quiero llegar.
Ambas complicaciones se resuelven dependiendo de la fuente, es decir, de a qué versión del cuento de Carver se haga referencia. Porque hay dos. La original de Carver mismo, y la alterada por su editor (en el tiempo de su publicación), Gordon Lish.
De arranque los títulos son distintos pero este punto lo quiero dejar para más adelante.
Porque sí, Lish hasta le cambió el título en su edición, que, grosso modo, se diferencia de la del autor por ser la mitad de extensa. O sea que le metió harta tijera al manuscrito de Carver. Bueno, tijera, parche y remiendo porque habiendo decidido imponerle un estilo breve (en todo sentido) al cuento, suprimiendole páginas y párrafos enteros, es lógico que, para evitar que la historia en general quedase incompleta o incoherente, tuviera que a lo restante hacerle modificaciones que van desde la “simple” re-escritura de frases hasta cambios en algunos sucesos en la historia. Lo que no es tan lógico es el cambio de nombres de algunos de los personajes, como el del esposo de Teresa: Mel, originalmente llamado Herb, porque para nada es algo que influye en el desarrollo del cuento, a menos que simplemente no le hayan gustado los que se utilizaron en el manuscrito.
Pero no es que tampoco Lish se haya adueñado del trabajo de su asociado, haciéndole cambios y publicándolo luego con su propio nombre. No, esto no fue así. La autoría de Carver siempre se respetó, y en sí la esencia del cuento también. Es finalmente una cuestión de “sabores”, el mismo plato de comida servido por diferentes sucursales del mismo restaurante.
La narración inicia más o menos igual en ambos cuentos, con la descripción del contexto y la presentación de los personajes. Pasada esta introducción viene la primera parte en donde lo más importante no cambia: la pareja dueña de casa, en un primer intento de definir al amor, cuentan la historia del celoso, obsesivo y autodestructivo ex esposo  de Teresa. Y la primera de varias preguntas a lo largo de toda la conversación caerá (así como las que vendrán más adelante) por su propio peso: ¿era realmente amor lo que el ex sentía por Teresa?
Es en la segunda parte donde están las mayores diferencias. La premisa es la misma: el esposo de Teresa, cardiólogo, empieza a contar la historia de un matrimonio de ancianos que llegan muy graves al hospital donde él trabaja tras haber sufrido un terrible accidente de tránsito. Luego de exitosas operaciones y procedimientos para salvarles la vida, ambos ancianos quedan prácticamente enyesados de pies a cabeza pero a salvo.
En la versión de Lish a los ancianos se les asigna la misma habitación en el hospital y desde ahí inician su recuperación. Mel (porque es así como Lish nombra al cardiólogo) en sus visitas notaría que el esposo sufría de una depresión que iba más allá del accidente en sí. El anciano, inmovilizado, le revelaría luego que le rompía el corazón el no poder girar la cabeza para ver a su mujer, la que está ahí nomás a su costado. Y con esta revelación que asombra a su esposa e invitados, Mel termina con la historia de los ancianos, que por su brevedad más que historia parece anécdota y es tan anecdótica que Lish no cree necesario mencionar para nada, en ningún momento, los nombres de los ancianos.
En el original de Carver los ancianos se llaman Henry y Anna, y el cardiólogo, Herb. Herb cuenta que aquella pareja inicia su recuperación en habitaciones separadas y que el marido se deprimiría también por no poder ver a su mujer, sólo que esta versión de la revelación no es tan impactante como la otra debido a que su mujer no está a su lado. Pero en “compensación” Carver ofrece algo que pienso yo es más significativo y emotivo, y es el reencuentro de los ancianos cuando, luego de varias semanas, finalmente se les reúne en la misma habitación desde donde continuarían su recuperación.
Muchísimos años de casados y aún preocupados el uno por el otro, ¿eso sí tiene que ser amor verdadero, no?
Tanto Lish como Carver tienen éxito contando esta sub-historia, proceso que bien refleja lo que buscan con todo el cuento en general: Lish el efectismo y Carver lo sustancial.
No hay lo que se podría decir una tercera parte en la versión de Lish. Sí en la de Carver y es una especie de continuación directa de la primera parte pues Teresa, aprovechando que su marido había ido a la ducha para despejarse un poco la mente (todos en este punto ya están medio afectados por el alcohol) les cuenta a Nick y a Laura más detalles de su relación pasada con su abusivo ex esposo y les revela sus sentimientos encontrados hacia él. ¿Es amor lo que ella siente?.
El final es el mismo con Nick entre distraído y reflexivo (muchísimo más distraído y reflexivo en el original de Carver) viendo a través de una ventana.
Como siempre es una cuestión de gustos. Siguiendo con la analogía de la comida y el restaurante, ambas propuestas son poco menos que excelentes pero yo prefiero lo “servido” por Carver porque no sólo me deja un mejor sabor de boca sino que además es un gusto que perdura más.
Ahora sí, de vuelta al título. O mejor dicho, los títulos. Porque como ya dije, depende de la versión: “Principiantes” en el caso de Carver, y “De Qué Hablamos Cuando Hablamos De Amor” en el de Lish. Pero tienen en común de que ambos salen de la boca del mismo personaje, el esposo de Teresa (declaraciones presentes en los dos cuentos pero con ligeras variaciones). Del original de Carver:
“-¿Qué sabemos cualquiera de nosotros del amor?-dijo Herb-. Y lo estoy diciendo completamente en serio, si me perdonan la franqueza. Porque me da la impresión de que, en el amor, no somos más que unos completos principiantes”.
De la edición de Lish (más adelante en el desarrollo de la historia):
“-Iba a contarles algo-empezó Mel-. Bueno, iba a demostrar algo. Verán: sucedió hace unos meses, pero sigue sucediendo en este mismo instante, y es algo que debería hacer que nos avergoncemos cuando hablamos como si supiéramos de qué hablamos cuando hablamos de amor”.
Y mejor título, imposible. Es en lo único, para mí, que la versión de Lish supera a la de Carver. No sólo es poderoso, contundente y memorable, sino que además se presta muy bien para el parafraseo, como lo hizo Haruki Murakami (quien es el traductor oficial de Carver al japonés) en los títulos de sus obras “De Qué Hablo Cuando Hablo De Correr” y su más reciente “De Qué Hablo Cuando Hablo De Escribir”.
Pero más allá de mis gustos, históricamente hablando, es la versión de Lish la que se impone por una simple razón: se publicó antes, mucho antes, que la de Carver. Fue en 1981 que salió a la luz, en un tomo del mismo nombre, reunido con otros 16 cuentos que, dicho sea de paso, también pasaron por la nada sutil tijera de Lish. Y fue un libro aclamado por la crítica. Recién en el 2009 se publicaría la misma colección con los originales de Carver respetando el título del cuento y de la colección, “Principiantes”, pero que, al contrario de su antecesora, pasó un poco desapercibida no por su calidad sino por el contexto: Carver había fallecido en 1988 y su relevancia no era tanta como en los años 80.
Se sabe que los editores pueden influenciar en el proceso creativo de un escritor, pero no sé de otro caso como éste. Recuerdo cartas de un editor a Truman Capote pidiéndole cambios en algunos de sus manuscritos (aunque por lo general era Capote quien tenía la última palabra), y cartas también de Julio Cortázar al suyo respondiéndole irritado al pedido de agregar o quitar líneas a sus textos, pero no por un tema subjetivo sino para que los párrafos encajaran lo mejor posible en cada página del libro que estaba por imprimirse.
Análisis como éste (aunque llamarle “análisis” a este repertorio de ideas tal vez sea demasiado) se podría hacer con todos y cada uno de los otros cuentos de la colección comparando los textos originales con sus contrapartes editadas, así como también se podría profundizar más en la relación Carver-Lish, pero eso ya es trabajo de los críticos literarios de verdad. Yo en esto, como en el título y en todo lo demás, no soy más que otro principiante.




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viernes, 3 de marzo de 2017

Mi bodeguero

Hubiera sido la anécdota perfecta...
Era el último día de entrega de cuentos para el concurso. El plazo vencía a las 6:30 de la tarde y yo estaba en mi trabajo esperando ansioso que el reloj diera la una; hora del almuerzo y descanso. Cuando así fue, sobre de manila en mano (mi cuento estaba dentro de ese sobre), salí disparado hacia la oficina de correos más cercana, a unas 10 cuadras más o menos de mi centro de labores. No me sentía apurado por el tiempo porque creía que esos 60 minutos libres me sobraban para lo que tenía que hacer, pero igual fui al trote porque mientras más pronto mi cuento estuviera en tránsito hacia la organización del concurso me iba a sentir más tranquilo. Ni se me había ocurrido que podría pasar algún contratiempo; estaba confiado que estaría de vuelta a mi escritorio antes de la hora límite, las 2 de la tarde. Pero cuando llegué al correo de inmediato me di cuenta de algo tan obvio que no me quedó más que lamentarme por ser tan idiota. ¿Cómo es que no pensé en que la 1 de la tarde sería también la hora de almuerzo para esa oficina? ¡Todos lo que trabajan almuerzan a la 1! Algunos traen su comida desde casa, otros salen a comer. Los de esta oficina habían salido. Todos. No había nadie. Se podía ver desde fuera a través de su reja cerrada en la que un pequeño letrero anunciaba sus horarios de atención. Reabriría a las 2.
Angustiado pensé rápidamente en un plan b. Recordé que la bodega que estaba cerca de mi casa (a la que me había mudado 5 años atrás), aunque no era una oficina de correos en sí, servía de agencia autorizada por la misma institución así que también se podía realizar envíos desde ese local. Tomé un bus que me llevaría hasta ese sitio en 20 minutos y en el trayecto no pude recordar haber visto esa bodega cerrada las veces que fui a comprar ahí (nunca tan tarde o temprano) ni siquiera en feriados. Y en todas esas veces siempre fui atendido por el mismo anciano; anciano de apariencia pero con una vitalidad y locuacidad que incluso yo en mis treintas le envidiaba. Me olvidé un rato del concurso y me distraje pensando en ese anciano y su bodega. Como que el día anterior le había comprado una gaseosa y que en ese momento un niño lo saludaba por su nombre para luego pedirle un helado. No pude recordar el nombre del anciano aunque no estaba del todo seguro si se trataba de un simple olvido o la consecuencia de no haber prestado la debida atención a momentos como aquel. Como sea, cuando llegué su nombre se me hizo inolvidable de golpe.
Tito.
Nada memorable, ciertamente. Hasta sonaba medio insignificante lo que contrastaba con la importancia esperada de un anuncio de fallecimiento. Porque el señor Tito había muerto y de eso daba cuenta una pizarra a modo de letrero en donde se le nombraba tal cual, sin apellidos.
Mierda, pensé, y ahora qué hago con mi cuento.
Por supuesto, la bodega estaba cerrada.
Sudando regresé a mi trabajo a las 2:05. Apenas me senté en mi escritorio me puse a buscar en internet más oficinas o agencias de correo. No tuve problemas en encontrar varias alternativas. Lo que sí era problemático era que atendían hasta las 6 pm, la misma hora de mi salida. Sólo una cerraba a las 6:30 y no estaba muy lejos pero a esas horas, la hora punta, con un tráfico impredecible, me era imposible predecir con certeza si es que llegaría a tiempo o no. No me arriesgué y a la salida tomé un taxi. Dicho y hecho, por culpa del tráfico llegué a la oficina a las 6:20. Dentro éramos los trabajadores, yo y nadie más por suerte. A las 6:25 (hora registrada en el sobre, dato muy importante para que los del concurso supieran que mi entrega fue dentro del plazo) mi cuento ya era responsabilidad del correo. Solo quedaba tranquilizarse y esperar hasta el anuncio de los ganadores en dos meses.
Y por supuesto, luego de toda aquella odisea, gané el concurso. No podía ser de otra forma. Y qué mejor discurso en la ceremonia de premiación que contar todo lo que me había pasado. Empecé diciendo “y pensar que casi no envío el cuento...” y terminé con una dedicatoria (¿por qué no?) a la memoria del señor Tito, mi bodeguero, haciendo de mis palabras tan entretenidas como emotivas. Y luego los aplausos, las felicitaciones, el orgullo, mi primera victoria, mi primer reconocimiento… El final perfecto. ¿No? Pues es mentira. Todo este párrafo es mentira.
Porque luego de todo aquella odisea para enviar el cuento no gané nada: ni el primero, segundo o tercer lugar, ni siquiera la mención honrosa... Pero ni cuando me enteré de los resultados ni ahora voy sentir lástima de mí mismo porque, estoy completamente convencido, de que la culpa la tiene el correo por extraviar mi cuento tanto en el pasado como en el futuro cada vez que participe en un concurso de estos.
***
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